Aquel avión, uno muy pequeño: con
capacidad para unos 13 pasajeros, se dispuso a aterrizar en medio de una suave
llovizna. Embotada y aislada por el ruido de los motores, me dediqué a mirar
por la ventanilla. Acabábamos de sobrepasar el Parque Natural Los Picachos,
enclavado en la Cordillera Oriental y allí, a la vera del río que parecía
bailar de forma sinuosa y caprichosa la danza de la vida, alcanzaba a verse San
Vicente del Caguán. Era julio de 1996 y mi segunda salida de campo, hace
exactamente 20 años. Todo, todo, era
nuevo y ajeno para mi: la selva, los aviones militares en la pista, los
soldados inexpresivos y su minuciosa requisa en el aeropuerto y los misioneros
italianos con su cara rubicunda y casi angelical, esperándonos emocionados bajo
el implacable sol. Llevábamos con nosotros una maleta llena de equipos para
grabación y producción de audio, y un salvoconducto firmado por Juan Luis
Mejía, director de Colcultura en ese entonces. Se trataba de un lánguido papel
encabezado por la figura de un búho rojo, aquel membrete ya legendario del
Instituto Colombiano de Cultura, que anunciaba de manera genérica nuestra
misión de apoyar el montaje de la emisora comunitaria. El documento estaba dirigido a las autoridades
civiles y militares de la región, pero no puntualizaba quiénes eran exactamente
sus destinatarios. El sentido quedaba abierto y ambiguo, igual que la realidad,
pues claramente allí, en ese momento, la autoridad la ejercían otros actores
además del Estado.
|
Foto: Santiago Alvarado |
|
Foto: Santiago Alvarado |
Unas horas después estábamos
hablando en la vicaría con la máxima autoridad religiosa: Luis Augusto Castro.
Yo sabía muy bien quién era él, sabía que conocía como nadie este país, que
llevaba años construyendo paz allí, en el margen, donde todo se hacía difícil
para todos. Nos habló de la región, de cómo fue colonizada por campesinos
desplazados que huían de otras violencias, que al final resultaron ser las
mismas; de los cultivos de coca, de la fuerte presencia de las FARC y de cómo
controlaban hasta los detalles más insignificantes de la vida cotidiana. Nos
habló largamente de la poca legitimidad de un Estado que solo se hacía evidente
para la gente en su versión más tosca, a través de los militares. Al día
siguiente, 20 de julio, estábamos sentados junto a un joven Coronel viendo el
desfile de los niños en la conmemoración del grito de la independencia. “¿Dónde
estarán los guerrilleros ahora?”- dije casi para mi, pero en voz alta
– “Están aquí mismo entre nosotros y
no hay manera de reconocer claramente quiénes son” - dijo el Coronel mirando hacia el frente. Me sorprendió la declaración y antes de que
pudiera comentar nada siguió diciendo: - En un pueblo como este es muy
difícil, casi imposible, trazar lineas tajantes que separen a la guerrilla que
atacamos, de los civiles a los que defendemos; eso es lo que hace de esta
guerra una locura, por eso el horror de tantas víctimas inocentes; al final nos
estamos matando y no sabemos bien entre quiénes, ni por qué. Ese día, aquel
Coronel me mostró también la hoja de coca – ¿no la conoce?- me preguntó
sorprendido – mire a su alrededor, todo lo que vea verde es coca, se da en
todas partes, más que hierba mala, acaba con todo a su paso y, lo peor, es que
como vamos se va a convertir en la planta nacional- dijo con sarcasmo.
|
Foto: Santiago Alvarado |
Durante los días que permanecimos
allí recorrimos algunas veredas y hablamos largamente con los campesinos:
hombres y mujeres ya cansados de poner los muertos y de estar en la mitad de
una guerra que, sentían, no les pertenecía. En todas partes fuimos bien
recibidos y no dejaba de parecerme paradójico que lo único que esta gente
amable nos pedía era más presencia del Estado: más educación, más salud, más
justicia, más protección, más bienestar. Derechos fundamentales que, de por si,
debían estar garantizados, pero que desde allí eran percibidos como un lujo
inalcanzable, restringido solo para unos pocos en las ciudades. Recuerdo bien
haber tenido que presentar varias veces el salvoconducto durante el recorrido,
sin poder establecer nunca quién lo solicitaba, pero con la absoluta convicción
de que eran hombres de la guerrilla, quiénes se mostraban complacidos e incluso
agradecidos por nuestra presencia allí. Un mes después el país entero se
horrorizaba al conocer la noticia de la toma de la base militar de Las
Delicias, en Putumayo, a unos cuantos kilómetros de donde habíamos estado. 27
militares muertos, 17 heridos, 60 secuestrados y un número indeterminado de
guerrilleros muertos, fue el saldo final de un enfrentamiento que duró más de
17 horas. No fue difícil suponer que varios de los hombres que estaban aquel
día en la plaza de San Vicente del Caguán, militares y guerrilleros, habrían
muerto sin llegar a comprender nunca la razón de ser de semejante estupidez.
|
Foto: Santiago Alvarado |
Un año después volví a San
Vicente, antes de que liberaran a los soldados.
Nadie opinaba nada. Cuando intentábamos indagar la gente se adelantaba,
agachaba la cabeza con tristeza y la pregunta ni siquiera lograba formularse. Regresé hace poco y habían
pasado muchas cosas mientras tanto: la región había sido declarada “Zona de
Distensión” en el marco de las negociaciones entre el gobierno y las FARC; pero
este intento fracasó y la población quedó aún más sola, estigmatizada y
marginada, a merced de los enfrentamientos entre los grupos armados, incluyendo
a los paramilitares. Volví sin saber mayores detalles de cómo había
transcurrido allí la vida en este tiempo y me encontré con el reflejo de un
país muy diferente al que había empezado a recorrer veinte años atrás.
|
Foto Santiago Alvarado |
Volvimos como quién vuelve a una
casa conocida, pues efectivamente, después de tantos años trabajando en campo,
son muchos los amigos que se hacen en el camino. Esta vez llegamos a Florencia,
la capital del Caquetá, y allí nos esperaba Alirio Gonzalez, una leyenda viva
de la comunicación transformadora, y nuestro buen amigo y compañero en estas
dos décadas. Juntos recorrimos el trayecto de 3 horas hasta San Vicente, y
mientras avanzábamos, la misma carretera
se encargó de recordarnos el catálogo de los horrores allí cometidos: el
asesinato del gobernador Jesús Ángel González, el asesinato de la familia
Turbay Cote, el secuestro de Ingrid Betancourt y Clara Rojas y los atentados a
la planta de Nestlé, son solo unos pocos que recuerdo hoy. A medida que
avanzábamos, cada curva, cada árbol, cada seña en el camino recordaba un hecho
atroz y vergonzoso para toda la humanidad. Todos estos hechos habían ocurrido
en el pasado, algunos incluso antes de mi primera visita. Sin embargo algo era
completamente diferente ahora: la forma en que el conductor se refería a ellos.
Veinte años atrás nadie decía nada, todos evadían el tema, pues en aquel
momento no valía la pena exponer la vida por una opinión y la gente actuaba
como si no pasara nada. En este viaje, en cambio, el conductor expresaba
abiertamente su posición sobre lo que había ocurrido y sobre lo que estaría por
suceder en el marco de las actuales negociaciones de paz con las FARC.
Llegamos y a los pocos minutos
fuimos a entrevistarnos con los maestros y gestores de la casa de la cultura y
de la biblioteca. ¡Qué impresión!, parecía un pueblo diferente. La vitalidad
era desbordante: entraban y salían niños revoloteando por todas partes;
cargaban libros, instrumentos, partituras y vestuarios para el grupo de danza.
El pueblo entero se preparaba para el Yariseño, un festival que hace homenaje a
quiénes colonizaron la región a travesando las selvas del Yarí y que, aún en
medio de la violencia y los violentos, apostaron firmemente por construir
comunidad y ciudadanía. Hablamos largamente y durante varios días con Wilton,
el director de Cultura, con el alcalde, con las promotoras y con la gente en la
plaza. Nos contaron con orgullo de sus
proyectos, de sus instituciones, de cómo ha mejorado la infraestructura; de
cómo han logrado hacerse un espacio en el consejo de planeación para incidir en
las decisiones que les atañen a todos. Nos hablaron fuerte y claro sobre las
FARC, sobre todo para exigir que no se les asocie más con ese grupo armado; nos
dijeron que tienen miedo del proceso de paz, sienten que en cualquier caso:
fracase, o no, ellos podrían salir mal librados.
Así pasamos varios días; al
regresar por las noches al albergue aún se veía el movimiento frenético de la
brigada de salud instalada al frente, donde eran atendidas cientos de personas
de todas las condiciones y edades que venían de las veredas más lejanas. Además
de los médicos había funcionarios de la alcaldía, del INCODER, del Bienestar
Familiar, de la Gobernación y de muchas otras instituciones que no logré
reconocer. Recordaba bien el día en que conocí a Alirio, allí mismo, la primera
vez que fui; me dijo - “
yo no hablo de los armados, no por que les tenga miedo,
sino porque no se merecen mis palabras, no valen la pena. Tenemos que hablar de
la gente increíble de los pueblos, esa que trabaja sin parar, de la que está
construyendo instituciones, de las mujeres valientes que defienden el amor y la
vida por encima de la muerte, de los vecinos, de los maestros, de los niños, de
lo que piensan y de lo que imaginan y de cómo hacer realidad su sueños; de eso
vale la pena hablar”. Allí, en el mismo jardín del albergue de la curia, casi
20 años después, Alirio hablaba emocionado del camino que han recorrido los
pueblos del Caquetá, aún a pesar de los violentos: claramente ahora hay más
educación, más salud, más justicia, más oportunidades. Allí, en San Vicente del
Caguán, lejos aún de muchas cosas, volví a reafirmar, una vez más, que a este
país se le empiezan a acabar las razones para la violencia, y que poco a poco,
se ha ido llenado de motivos para la paz.
|
Foto: Santiago Alvarado |
Comentarios
Publicar un comentario