Granada,
en las noches de verano, huele a jazmín, a azahar, a albahaca y a
romero. Por las calles empedradas del viejo barrio Albayzin deambulan
perezosas las historias de amor y de aventura de quienes, una vez,
fueron seducidos por el embrujo de esta ciudad mágica y misteriosa.
Y allí, sigilosos, como siempre, los gatos. Dueños del silencio, de
la luna y de la poesía, dueños de la noche y del tiempo. Entre las
rendijas de los muros blancos se asoman con cautela y se vuelven
invisibles a la más mínima provocación.
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Barrio Albayzin |
Allí,
justo allí, donde la noche se hacía susurro y se arropaba con los
aromas del verano, allí nos esperaba pacientemente y en actitud
contemplativa. Nos escuchaba a lo lejos y al instante salía a
nuestro encuentro haciendo aquel sonido que había reservado solo
para nosotros en los momentos de mayor intimidad, mezcla de maullido
y ronroneo. Saltaba entre los muros y los árboles, dándose las
mañas para no pisar el suelo ni una sola vez y, así, nos escoltaba
en nuestro camino de regreso a casa. Era su manera de decirnos que,
después de todo lo que habíamos pasado, optaba por quedarse a
nuestro lado y cuidarnos para siempre.
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Calita: La curiosidad hecha orejas - 1998 |
Apareció
en nuestras vidas de la nada, de la manera más inesperada, una noche
de invierno en la Residencia de Estudiantes Fernando de los Ríos.
Oscar se disponía a pasar la ropa a la secadora y, al abrir la
puerta, salió del interior aquella gatita temerosa que tiritaba de
frío. !Qué susto¡, algún chico dejó la puerta abierta después
de secar su ropa y la gata había saltado al interior atraída por el
calor. Era muy pequeña, tenía esa edad tan propia de los gatos bebes en la que sobresalen los ojos y las orejas por encima de
cualquier otro atributo. Desde ese día ocupó largas horas de su
tiempo infinito en seguir furtivamente a Oscar, escondida entre la
hierba que crecía y se llenaba de colores a medida que se acercaba
la primavera. Yo, por mi parte, en mi versión más dura e
inflexible, me negué rotundamente a tener algún contacto con la
gata - ...No quiero que venga aquí, si esa gata entra una sola
vez, después no se va a ir nunca... no me mires así, los gatos
callejeros pueden ser peligrosos, además aquí no está permitido
tener mascotas.
Aquel
año pasamos parte del verano en la costa mediterránea de Granada y
yo me sumergí por completo en el ambiente. En bicicleta llegamos
hasta los sitios más apartados, donde el agua aun era cristalina y
era posible hacernos dueños absolutos del reflejo del sol, del
horizonte azulado y de nuestras huellas en la arena. En una tarde que
se quedaría conmigo para siempre, sucumbí
a los encantos del cante hondo, de la guitarra, de las palmas y del
baile flamenco; a las historias de aquel patriarca gitano que con
generosidad y, de manera excepcional, nos acogió en su casa; y a la
risa estrepitosa de las mujeres que hacían corrillo alrededor del fogón
mientras asaban sardinillas y las aderezaban con tomillo y aceite de
oliva. Había olvidado por completo a la gata cuando, al regresar,
nos dieron la noticia. Fue Antonio el que nos contó - ...andan
persiguiendo a Calita con una escopeta de perdigones, dicen que es
peligrosa... que tuvo cría y se la ha comido... que la otra tarde
atacó a un pastor alemán... que a hurtadillas saltó desde la
ventana a la cocina de Fernando, que se colgó de la pata de jamón
serrano hasta que la tumbó y que se la comió entera... y
finalmente sentenció -...van a matarla.- El
relato me causó escalofrío, con qué ligereza se producía la
acusación, el juicio y la condena de ejecución. En el bar de la
esquina, donde servían las mejores tapas de Granada, todo el mundo
comentaba el hecho. El dilema moral empezó a dividir a la gente de
la residencia en dos bandos y, al poco tiempo, Oscar y yo liderábamos
al grupo que había decidido salvar a la gata y, de paso, a nuestras
propias convicciones. Aún así insistí de manera enfática– no
vamos a permitir que la maten, porque no está bien... pero igual a
esta casa no entra, no es posible... vamos a llevarla a la sociedad
protectora de animales.
Pasaron
semanas y no volvimos a saber nada de Calita, había desaparecido
ante la inminencia del peligro. Una tarde tocó a nuestra puerta
Nemesio, estudiante de arqueología y simpatizante de los gatos.
Entró y empezó a susurrar como quien fragua un plan de resistencia
en la clandestinidad – Calita anda merodeando por ahí,
hoy estuvo en mi casa, estoy seguro..- -¿Cómo lo sabes?- -Yo mismo
la he visto, la encontré escarbando entre la caja donde tengo el
material para hacer el análisis lítico... si, allí tengo piedras y
arena... no se cómo le voy a explicar al profesor, pero bueno... el
punto es que la gata está aquí y tenemos que encontrarla antes que
ellos-. Nuestro sentido de la
observación se agudizó, caminábamos por entre la residencia
siempre pensando en cuál sería su escondite, cruzábamos
información con los amigos, hacíamos análisis colectivos,
diseñábamos estrategias y, sin embargo, no la encontrábamos.
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Calita fugitiva en la Residencia Fernando de los Ríos - 1998 |
El fin del verano se acercaba y yo había decidido que las noches
eran perfectas para volver tocar el violonchelo. A las nueve en punto
me sentaba en la sala del primer piso, sacaba mi violonchelo y lo
hacía cantar melodías melancólicas, de una tristeza inusitada. Una
noche, mientras tocaba, me pareció que había alguien asomado a la
ventana, me levanté a mirar pero no encontré a nadie. Al día
siguiente tuve la misma impresión, pero tampoco logré ver a nadie.
Días después le dije a Oscar que tenía la sensación de que
alguien me espiaba mientras tocaba, así que él se dio a la tarea de
mirar desde el segundo piso con la luz apagada. Sonaron las primeras
notas como siempre, profundas, cargadas de aire y de nostalgia, y
ocurrió. De la nada apareció Calita y de un salto subió al
alféizar y se ubicó estratégicamente a un lado, oculta entre la
penumbra, dejando espacio a la luna que se abría paso entre la noche
para colarse en mi ventana. Ocurrió lo mismo una y otra y otra vez.
Le había dicho a Oscar que aprovechara para ver dónde se escondía
pero no era posible, a penas terminaba de tocar se esfumaba y no la
volvíamos a ver hasta la noche siguiente cuando acudía puntual a
nuestra cita, aún a sabiendas de que se jugaba la vida en cada
encuentro. Aquella vez la luna no se presentó, el cielo se cubrió
de nubes y súbitamente empezó a llorar, haciendo eco de la tristeza
de mi violonchelo. Calita empezó a maullar y yo no pude más, abrí
la ventana y entró.
Al día siguiente, al volver de la calle, encontramos en nuestro
apartamento cuatro gatitos de unas cuantas semanas de nacidos.
Revoloteaban por todas partes, corrían y jugaban con una energía
inagotable y detrás de ellos Calita, exhausta, intentando
controlarlos y poner algo de orden entre el caos. Con la ayuda de la
Sociedad Protectora de Animales, y de nuestros amigos de la
residencia, logramos dar en adopción a cada uno de los gatos y,
finalmente, Calita se quedó con nosotros. Al terminar el verano nos
despedimos de la Residencia Fernando de los Ríos con las
convicciones intactas y nos fuimos a las entrañas mismas de
Granada, al legendario barrio Albayzin, el paraíso de los gatos
bohemios y poetas que le cantan a la luna.
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Calita y sus gatitos - 1998 |
En aquel pequeño apartamento de la Calle San Juan de los Reyes nos
enamoramos de la Alhambra que imponente se asomaba en la ventana. Al
poco tiempo Calita se había convertido en la reina de los gatos del
bajo Albayzin y nosotros habíamos entrado por entero en un mundo
fascinante, diverso, lleno de acentos, colores y sabores. Yo hacia el
doctorado, leía deslumbrada a los sabios pacifistas y construía para
mi otra manera de entender la vida, centrada en el amor. Me parecía
que no había otro lugar en el mundo más apropiado para
reinventarse. Largas noches hablando con Lía en la terraza del
molino, pensando en Colombia y en su estúpida violencia; tardes de
música marroquí en la tetería Dar Ziryab entre darbuqas, laudes y
cítaras, conociendo la complejidad y la riqueza del Al-Ándaluz.
Caminar lento por el Paseo de los Tristes y ver a los gatos juguetear
graciosamente en la otra orilla del río Darro, era un homenaje
cotidiano a las cosas realmente importantes de la vida. A veces
encontrábamos a Calita con sus amigos, posesionados por entero de
alguna placeta, se acomodaban entre los árboles, o en la fuente, o
encima de los muros, y pasaban largas horas ahí, meditando, callados
pero acompañados.
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Con Calita en San Juan de los Reyes - 1998 |
Un
tiempo después la vida nos llevó unas calles más arriba, a la casa
de Rogelio, el Cármen de Nuestra Señora de la Aurora en la Placeta
del Alméz. Allí, todo lo que tenía Granada de mágico y
excepcional se intensificó aún más. Desde el primer momento tuve
la extraña sensación de que ese lugar, tal y cómo estaba
dispuesto, estaba destinado para mi desde mucho tiempo atrás. Un
rincón de la sala reproducía minuciosamente una escena de un cuadro
de Margarita Jaramillo que había sido expuesto 10 años atrás en la
Galería Iriarte en Bogotá. Había guardado un recorte de prensa
donde se reseñaba la exposición, no solo porque el cuadro estaba
dedicado al violonchelo, sino porque el poema que le acompañaba era
especialmente sonoro. Sabía muy bien que había sido pintado en el
barrio la Candelaria de Bogotá y tenía la certeza de que no estaba
relacionado con Granada y, sin embargo, la escena era asombrosamente
parecida. Sentí que, más que una coincidencia, era un auguro de
buena fortuna, y así lo fue.
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Reseña de la exposición de Margarita Jaramillo. Cromos - 1989 |
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Calita, la ventana y el violonchelo - 1999 |
Durante
los años que vivimos en la Placeta del Alméz, con la Alhambra como
testigo, el tiempo se eternizó y tuvimos la calma suficiente para
aprender a ver la vida con la mirada de los gatos. Así, entendimos
que las cosas más importantes estaban allí, con nosotros, al
alcance de la mano, en los actos mínimos y cotidianos, en la puesta
de sol, en los silencios compartidos, en los paseos en bici, con los
amigos, al rededor de un fogón, en la risa, en las lágrimas y en la
nostalgia. Durante los años que vivimos allí pasaron tantas cosas,
nuestras vidas se cruzaron con las de tantas personas extraordinarias
que, al regresar a casa, nos dimos cuenta de que llevábamos con
nosotros, incrustados en la piel, cientos de trocitos de la vida de
los otros y que eso, definitivamente, nos había enriquecido
enormemente.
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Carmen de Nuestra Señora de la Aurora en la Placeta del Almez |
Todo
ocurría en la terraza compartida. Allí hice mías las tristezas de
Nouchine y de Nassim cuando me contaron cómo su familia tuvo que
huir por entre las montañas nevadas de Irán ante la intransigencia
y radicalidad del régimen de Jomeini. En medio de los relatos de
Nouchine, los Persas dejaron de ser una referencia erudita de mis
libros de historia antigua y de repente cobraron vida, tenían
rostro, personalidad y un maravilloso sentido del humor. Allí, al
lado de Sabina, afiné aún más mi innata capacidad para hacer mía
la diversidad; cada una de sus historias hacía del mundo un lugar
cada vez más pequeño, al alcance de la mano. Sabina, de familia
finlandesa, nació en la India y creció en Roma; cuando la conocí
llevaba más de la mitad de su vida recorriendo el mundo y aún se
maravillaba cada vez que veía una puesta de sol. Allí, en la
terraza, planeamos con Ilaria la puesta en escena que preparamos para
el centro cultural de la Casa de Porras. Aquella arquitecta había
llegado desde Italia para hacer un estudio sobre el color. Por ella
me enteré de que el color del cielo de Granada era objeto de un
sinnúmero de estudios en la universidad. Esa noche, en el centro
cultural, Ilaria hizo una instalación monumental y armó un festival
de luz y de color que Sidi Seck, el poeta senegalés, adornó con sus
palabras mientras yo tocaba melodías melancólicas con mi viejo
violonchelo. Allí, en la terraza, cantamos, reímos y algunas veces
lloramos hasta altas horas de la noche, allí todos aprendimos a ver
la vida con la mirada de los gatos.
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Tocando en Casa de Porras - 1999 |
Calita
entraba y salía a sus anchas, con ese andar pausado de quién sabe
muy bien quién es, de dónde viene y para dónde va; cómo si la
libertad se hubiera inventado a su medida. Trepaba hasta la última
rama del alméz, el árbol con el que compartíamos la plaza, y desde
allí nos observaba a todos en la terraza. Tenía la asombrosa
capacidad de hacernos sentir que era ella la que nos cuidaba, y no al
revés. Si alguno de nosotros se sentía mal o tenía un problema,
allí aparecía y se quedaba al lado durante horas brindando calma,
compañía y amor incondicional. Era nuestra gata, pero también de
Lía, Nouchine, Nassim, Sabina, Stuart, Juan Diego, Ilaria, Alice,
Jael, Rogelio, Joao, Lucía, Héctor, Liliana y muchos más. Era
nuestra gata y, a la vez, teníamos muy claro que no era de nadie,
que simplemente teníamos el privilegio de compartir la vida juntos y
que, para ella, estar con nosotros era un acto deliberado que surgía
de su propia decisión.
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Calita: como si la libertad se hubiera inventado a su medida - 1999 |
Llegó
el momento de regresar y fue imposible separarnos de Calita, había
un lazo fuerte e inquebrantable que nos había unido para siempre.
Hicimos todo el papeleo diplomático y volvimos a Bogotá con ella.
La vida se aceleró vertiginosamente y, en un abrir y cerrar de ojos,
nacieron nuestras hijas y nos convertimos en una de esas familias que
siempre tienen verduras y alimentos sanos en el refrigerador. Durante
años, mientras nuestras hijas fueron bebés, asumió el papel de
centinela en guardia permanente. Llegamos a la conclusión de que era
inútil tener un monitor para oír a las bebés, pues Calita las oía
antes que el aparato y, ante la más mínima señal, corría a
buscarnos.
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Calita cuidando a Laura - 2002 |
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Calita y Lucía - 2008 |
Ha estado allí, incondicional, haciendo suyas nuestras
penas y alegrías todos estos años. La primera palabra, el primer
diente, los primeros pasos, el primer día de colegio. ¡Qué
paciencia!, la perseguían, le jalaban los bigotes, le ponían
moñitas en las orejas, la vestían con falditas y le ponían muñecos
en su cama. Una vez, incluso, mi hija menor llegó a plantear la
posibilidad de bañarla en la lavadora y ella, sin hacer mayor
escándalo, simplemente desapareció durante varios días hasta que
la niña olvidó su plan.
Tiene un cojín en nuestro estudio y, desde
allí, nos acompaña a trabajar y acompaña a las niñas a hacer sus
tareas. Me ha acompañado noches enteras a escribir, a hacer
informes, a formular proyectos, a poner los sueños en papel y a
tejer los hilos de las redes sociales. Todas las mañanas, desde hace
dieciséis años, peleamos porque está empeñada en usar mi silla y
pretende que yo use su cojín... y a veces gana. Todas las noches,
desde hace dieciséis años, peleamos porque está empeñada en no
dejarme ver televisión y se atraviesa frente a la pantalla... y a
veces, muchas más de las que yo quisiera, gana. Todas las veces,
desde hace dieciséis años, aparece de la nada cuando me oye tocar
el violonchelo... y entonces, las dos somos inmensamente felices.
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Calita en su cojín - 2000 |
Dieciséis
años son muchos, aún para Calita, dueña de la noche y de las
horas. Dieciséis años, en el tiempo de los gatos, es más que siete
vidas. Lo esperábamos, y aún así fue terriblemente doloroso cuando
lo oímos en voz del veterinario, sus riñones dejaron de funcionar y
pronto nos separaremos. Será cuestión de semanas, meses; es
imposible saber exactamente cuándo, pero será pronto. Lo escribo
con un dolor profundo en el alma y no puedo dejar de pensar en las
palabras de Ximena – dejarla ir es también parte del
amor...- En este momento no
sufre, es evidente para nosotros, sin embargo también es evidente
que sabe lo que va a pasar y que ha empezado a despedirse. Dieciséis
años son muchos, los suficientes como para haber aprendido a ver la
vida con la mirada de Calita... Ximena tiene razón, es tiempo de que
sigas tu camino... hasta siempre compañera.
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Tocando para Calita -2013 |
Calita murió en Bogotá, el 23 de febrero de 2014, antes de cumplir los 17 años. Murió una mañana de domingo, el día preferido de los gatos dormilones. Murió sabiendo bien lo que pasaba, rodeada por nosotros, los cuatro. Agarró mi dedo con su pata, como lo hacía siempre, apoyó la cabeza en la mano de Laura y así, con su tranquilidad gatuna, recibió el medicamento que apaciguaría para siempre su dolor. Gracias por todo Calita.
Gracias Tatiana en que historia tan hermosa me has metido. Hasta luego Calita! te recordaré en todos los gatos de Granada.
ResponderEliminarLía.... yo no te metí en la historia, la vida se encargó de juntarnos en el momento adecuado. Va un abrazo !
EliminarC'est la vie !! triste y alegre y sobretodo hermosa como las tardes en la alhambra. Que bonita historia.
ResponderEliminarGracias !, por la visita y por el comentario...
EliminarQue bonita Gatamovie, con esta crónica hay calita pa mucho rato
ResponderEliminarJeje... Gatamovie... gracias por la visita viejo, se te quiere mucho por acá.
ResponderEliminarDieciséis maravillosos años compartidos. Seguro que la crónica de Calita es tan especial como la tuya. Un abrazote !
ResponderEliminarGracias por ese abrazo !! ¿quién eres?, estas como "anónimo", y si alguien me manda un abrazote me gustaría saber de quién es?...
ResponderEliminarSoy Juanola, tu hermanola !! No tengo blog...entonces mi única opción es el anonimato ;-)
EliminarAhh Juana!! Hermana!! Ese abrazo llega al alma... puedes dejar el comentario con tu cuenta de gmail... para la próxima. Va beso de regreso.
EliminarTata, me conmueve hasta la lágrima el dolor de Calita y la tristeza que esto genera en la Osyta Dudu. Un abrazo de oso para la osyta. (tu cuñáa)
ResponderEliminarGracias Pili... muchas gracias.
ResponderEliminar¡¡Qué grande Calita, qué grande vos!! ¿Cómo no quererlas con semejante historia de vida compartida?
ResponderEliminaruf... gracias por las palabras y por el cariño. Va un abrazo abrigador al frío sur
EliminarQue historia mas hermosa, siempre he sentido en el alma que ellos son como angeles que nos acompañan!!! Gracias por compartir con nosotros lo que viviste con Calita.
ResponderEliminarGracias a ti por el comentario !
EliminarQue palabras tan hermosas... es otra forma de agradecer por todo lo que nos han dado y enseñado. Me hiciste pensar en Fidel, en todo lo que he aprendido de él! Gracias!
ResponderEliminarJuana... un abrazo y una caricia a Fidel en el mentón...
ResponderEliminarMe encantaría que escribieras otra entrada sobre las pilatunas de Calita. Hay mil anécdotas por redcordar...
ResponderEliminaruf.. podríamos hacer todo un blog especializado
EliminarHermosa y tremenda historia!! Cuantos somos gatos saliendo y entrando de casas, quedándonos en el cariño, encontrando libertad en medio de decisiones que nos cuestan años. Fabuloso! gracias por compartir!
ResponderEliminarGracias Manuel... es cierto, cuántos somos gatos... va un abrazo.
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