Nos necesitamos

Crecí a orillas de dos de los ríos más grandes y caudalosos del mundo, en Puerto Ordáz, al oriente de Venezuela, allí donde el Orinoco se encuentra con el Caroní antes de desembocar en el Atlántico. Teníamos un pequeño bote con motor fuera de borda en el que recorrimos el Caroní infinitas veces con mi viejo, mis hermanos y, algunas veces, mi mamá. La presencia de los ríos y la imponencia de sus raudales nos recordaban permanentemente la justa dimensión de lo humano en relación a la naturaleza. Aquella belleza e inmensidad del paisaje siempre me inspiró respeto. A pesar de que alguna vez estuvimos a punto de dejar allí la vida, en ningún momento se me ocurrió pensar que el río podría llegar a ser una amenaza para la población. Viviendo en Bogotá, entre las montañas de los Andes, mi relación con los ríos cambió sustancialmente, casi casi hasta el punto de olvidarlos por completo.

Hace unos meses, con el inicio de la temporada de lluvias en Colombia, los ríos volvieron a adquirir una presencia significativa en mi vida. En estos meses las fuertes lluvias han provocado el desbordamiento de varios ríos que arrasaron a su paso poblaciones enteras. El panorama es desolador, 3 millones de personas damnificadas y pérdidas que ya se cuentan en billones de pesos colombianos, la mayor tragedia invernal en los últimos 60 años. Es aún mayor el desconsuelo cuando uno se entera que este desastre está relacionado, en un nivel global, con el cambio climático impulsado por los propios seres humanos; y en un nivel local, con la mala gestión ambiental y el poco interés por la prevención. No se trata solo del desafortunado resultado de un fenómeno natural, es un desastre que ocurre con la complicidad humana. En muchos casos los ríos han recuperado el terreno que los humanos les habían arrebatado y, en otros casos, se trata de tragedias anunciadas que hubieran podido evitarse con un poquito de voluntad política.

No se nada de ambientalismo, ni de prevención de desastres, pero desde hace varias décadas son unánimes las voces expertas que gritan, con desespero, que estamos haciendo las cosas mal ¿Por qué no detenerse un momento para intentar oír lo que que nos tienen que decir? Es evidente y se cae de su peso; no es viable un sistema económico que pretende crecer de manera ilimitada en un mundo donde los recursos son limitados. La rapiña por la tierra, los minerales, los hidrocarburos y el agua nos está condenando a tragedias como las que hoy se viven en Colombia y en muchas otras partes del mundo. Es evidente y se cae de su peso, pero sin embargo no hay voluntad para cambiar esta forma de actuar ni de pensar. Es como si, a pesar de la sofisticación de los sistemas educativos contemporáneos, no se estuviera impartiendo la lección básica de cualquier comunidad: nos necesitamos y, por eso, tenemos que aprender a cuidarnos mutuamente. Una regla de oro elemental de donde surgen los lazos que permiten la pertenencia y permanencia de cualquier grupo humano. La sostenibilidad de las comunidades tiene que ver con su capacidad de ser solidarias en el presente y con las generaciones futuras. Tiene que ver con su capacidad de cuidar los recursos naturales y de asumir lo humano como una parte que pertenece a un todo, compuesto además por el aire, el agua, la tierra y los otros seres vivos.

Los domingos en las madrugadas, cuando salíamos en nuestro bote a recorrer el río, mi papá nos hablaba de los tepuyes, unas altísimas y antiquísimas formaciones rocosas que se encuentran al sur de Puerto Ordáz y que hacen parte del Macizo Guayanés. Uno de los más famosos es el Ayuantepuy, desde donde se desprende la catarata del Salto Ángel con una caída ininterrumpida de 1 kilómetro. Estas rocas tienen más de 3 mil millones de años, es decir que están allí, prácticamente, desde que se creó la tierra. Siempre que pienso en los tepuyes, y en sus 3 mil millones de años, me doy cuenta de lo pretenciosos y arrogantes que somos como especie. En menos de 2 siglos, y a pesar de contar con sistemas complejos de información y conocimiento, nos hemos encargado de interferir en procesos naturales milenarios y acabar con recursos que son indispensables para nuestra propia supervivencia. Es evidente, y se cae de su peso, que no es una forma de actuar inteligente.

¿Qué tendríamos que hacer para entender e incorporar la solidaridad como práctica? Tal parece que los preceptos del Desarrollo Sostenible no pasan de ser fórmulas discursivas políticamente correctas. Discursos vacíos que no se corresponden, en absoluto, con las prácticas. Son evidentes las prioridades de los gobiernos de América Latina y de gran parte del mundo. Las actividades extractivas, como la minería, están a la orden del día en la región y no parece haber forma de parar esta tendencia. Hace años que, desde la academia, se viene advirtiendo acerca de los daños ambientales y los complejos conflictos sociales y económicos que hay al rededor de la economía extractiva. Aún así, los gobiernos parecen estar dispuestos a pagar el precio que sea con tal de llevar a cabo estos proyectos. La promesa del desarrollo sigue deslumbrando con su brillo engañoso, a pesar de los riesgos que se corren al poner en peligro recursos esenciales como el agua, la tierra y la misma biodiversidad. En algunas partes del mundo son las mismas comunidades las que han tomado la iniciativa, en la India el movimiento Chipko impulsado por mujeres que se abrazaban a los árboles para impedir su tala masiva; o en Kenia el movimiento “Cinturón Verde” que ha impulsado la siembra de millones de árboles y la recuperación de ecosistemas completos, son algunos ejemplos de que es posible resistir, de forma pacífica, a la implacable locomotora del desarrollo en su versión más devastadora.

¿Será que en América Latina tendremos que llegar a un punto crítico comparable para empezar a defender recursos que condicionan nuestra supervivencia y la de generaciones futuras? Por ahora hay cierto aletargamiento colectivo. A pesar de las alarmas, para la gente en Colombia no parece haber conexión alguna entre la tragedia invernal, las millonarias pérdidas, y la propia actuación de los gobiernos, las industrias y los ciudadanos. Detrás del modo en que se afronta la gestión ambiental, y se concibe la búsqueda del desarrollo, hay decisiones. Podemos optar, o no, por distintos modos de desarrollo. Podemos tomar la decisión de extraer los recursos de manera intensiva, hasta que se acaben, a cambio de un aparente bienestar en el corto plazo para unos pocos; o podemos optar por pensar a largo plazo y garantizar la calidad de vida de todos y nuestra supervivencia como comunidad. Cualquiera que sea la decisión que tomemos implica un debate colectivo que, por lo menos en Colombia, no se ha dado. Es algo que nos incumbe a todos, no solo a los políticos y a los ambientalistas, y que obedece a un principio sencillo pero profundo: nos necesitamos y, por eso, tenemos que aprender a cuidarnos mutuamente.

Comentarios

  1. La naturaleza habla de manera cada vez más clara, Tatiana. De manera cada vez más didáctica y sin intermediarios. Sin embargo nos empeñamos en no oírla, en no atender sus advertencias. Por una parte me tranquiliza que aparentemente este alejándose La Niña y con ella los aguaceros fuertes y prolongados, pero por otra me pregunto cuánto tiempo nos durará este desastre en la memoria. Tu infancia junto a los ríos te preparó para entender la voz del agua. Muy chévere tu artículo. Gracias por invitarme a leerlo.

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  2. "Las aguas de un territorio son el espejo de sus habitantes" pensamiento Muisca.

    Me uno a tu invitación de resistir de forma pacífica, a reconocer que somos uno más dentro de una gran diversidad de vidas. Limpiemos nuestra agua interior, para poder pensar en vivir en armonía con la madre.

    Gracias por compartirnos esto tan bonito.

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  3. Gracias a ustedes dos por la visita, pero sobre todo un millón de gracias por su trabajo diario. Gracias por cuidar nuestros recursos naturales, gracias por cuidarnos y gracias por su empeño permanente (muchas veces frustrante e invisible), para que la gente entienda que es necesario cambiar la relación con la naturaleza. Gracias

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  4. Ay, Tatiana... se sofistican los sistemas y se pulen los discursos, pero los que los aplican y los oran siempre serán los mismos. Me gusta el texto: fuerte el contenido pero cauteloso en la forma

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  5. En algún momento dejamos de ser niños disfrutones, en ese momento empezamos perder los sentidos y en compensación vamos destruyendo todo. A los humanos nos entregaron sentidos que nos ayudarían a interactuar con el resto de especies, creo que la posibilidad de disfrutar esos sentidos nos la roban, solo cuando nos declaran viejos empezamos a mostrar a otros las maravillas del mundo. Antes de llegar a ese estado estamos ciegos mostrando las maravillas del ser humano que ha vencido la naturaleza.

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    1. Si, Alirio, completamente de acuerdo... somos una especie arrogante creyendo que somos mucho por haber vencido a la naturaleza no? Ya empieza a costarnos cara la arrogancia y aun así la ceguera impera. Un abrazo viejo y gracias por la visita

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    2. Si, Alirio, completamente de acuerdo... somos una especie arrogante creyendo que somos mucho por haber vencido a la naturaleza no? Ya empieza a costarnos cara la arrogancia y aun así la ceguera impera. Un abrazo viejo y gracias por la visita

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