El Castillo: un perdón que esperó 200 años.
“Yo tuve que huir una noche y de pronto, dejar mi cama y mi casa y correr con mi hijo a buscar refugio a otro lado”. Laura habla pausado, casi para sí misma, con cierto dejo de sabiduría, de esa que solo se adquiere después de que se ha vivido mucho y con mucha intensidad.
Laura Gilma Moreno, madre, esposa, gestora cultural, bibliotecaria, promotora de lectura, exalcaldesa, exiliada, retornada y excandidata, vuelve al presente, mira el monumento de la plaza central y habla de la paz, en paz. Calcula en unos 15 años el tiempo que han estado tranquilos y le resulta inconcebible que alguien pueda preferir la guerra, en cualquier caso.
Señalados de ser guerrilleros o paramilitares, los habitantes de El Castillo y de los municipios de la cuenca alta del río Ariari fueron atacados implacablemente por unos y por otros. Entre los años 2002 y 2005, las Auc sembraron el terror y provocaron la expulsión de 5.121 personas.
En el 2000, las Farc destruyeron el pueblo al hacer explotar una volqueta con 22 cilindros repletos de metralla. Ocho años atrás, la alcaldesa saliente María Mercedes Méndez y el alcalde electo William Ocampo Castaño fueron asesinados al mismo tiempo junto con otros funcionarios que los acompañaban. Durante los años 80, casi 400 militantes de la UP fueron exterminados y desaparecidos en uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Colombia. Esto, sin contar con que en los años 50, los fundadores del pueblo habían llegado huyendo de la violencia partidista y tuvieron que empezar desde cero, pues nada allí indicaba la presencia del Estado.
No
fue mejor su situación durante el siglo XIX, pues la región se mantuvo
en el más completo aislamiento y abandono, aun cuando las ideas
libertarias del proyecto independentista habían cabalgado no muy lejos
de allí, rumbo a Boyacá. El anhelo de integrarse a la Nación y de
participar en ese proyecto colectivo quedaría postergado durante más de
siglo y medio, antes de que las instituciones empezaran a ejercer alguna
presencia efectiva en el alto Ariari.
Durante el siglo XX,
todo se redujo a la dualidad entre izquierda y derecha, guerrillas y
paramilitares, comunismo y capitalismo, liberales y conservadores; unos, de un lado del río Ariari y otros, del otro.
El
Castillo y su municipio vecino, Lejanías, quedaron al lado derecho del
río y a la izquierda de la ideología; a El Dorado y Cubarral les tocó la
otra orilla, en todo sentido. Así, durante décadas, todos sus
pobladores fueron víctimas de una geopolítica de la infamia que los
enfrentó a muerte y sin compasión.
La complejidad del escenario
político del siglo XX se simplificó en esta estrecha manera de entender
la vida en blanco y negro, y todo se volvió oscuro. La ideología fue
entonces el pretexto perfecto para la violencia y para disputar y
usurpar el territorio en beneficio de unos cuantos, por encima de los
intereses de otros muchos. La humanidad entera, entre cadenas gime.
Laura
habla del monumento, una escultura que desde 1992 preside orgullosa la
plaza y cuya imagen fue incorporada en el escudo y la bandera del
municipio. “Se llama anhelos infinitos e irreversibles de paz. Fue
construido por la extinta María Mercedes Méndez de García, quien tuvo la
idea de que los castillenses nos viéramos representados en una espiral
que termina en línea recta apuntando al cielo, porque siempre hemos
dicho que la paz no tiene reversa”. Sonríe y cuenta cómo la gente de
este pueblo acumula una larga trayectoria construyendo paz, así sea en
medio de las guerras que han hecho los guerreros.
“Hace 20 años
me desempeñaba como bibliotecaria del municipio y la situación de orden
público era extremadamente difícil. Desde mi biblioteca decidí comenzar a
ayudar a los niños, animarlos a leer, a enamorarlos de los libros”.
Cuenta cómo entre todos, poco a poco y a lo largo de varias
generaciones, fueron remendando las heridas y volvieron a coser, con
paciencia de costurera, los lazos deshilachados que los violentos se
habían empeñado en reventar. Pero también señala la importancia de las
instituciones, y las palabras alcaldía, concejo, secretaría, planeación,
aparecen constantemente.
Cada una de ellas es pronunciada con
conciencia y convicción, y al hacerlo rinde homenaje a los principios
democráticos, al proyecto colectivo y a lo público, aquello que atañe y beneficia a todos sin distinción de ideología, género, etnia o condición social.
Reivindicar
el interés colectivo bajo la presión de tantos intereses individuales
costó muchas muertes en el alto Ariari. Requirió también que las
comunidades y sus instituciones se acercaran y tendieran puentes para
juntar las dos orillas. “María Mercedes, en el 92, también había hecho
intentos de paz –dice Laura–; recuerdo que yo la acompañé al municipio
de Cubarral. Estuvimos en diálogo allá con el alcalde, pero fue muy
duro. La administración de don Gilberto Marín retoma la idea de volver a
dialogar, en 1998, con don Euser Rondón, alcalde de El Dorado, y se
logra hacer entender a los actores armados que como civiles, nosotros no
tenemos nada que ver con su guerra, que se enfrenten ellos pero que nos
respeten”.
Y continúa: “En el 2000, cuando nadie quería ser alcalde de este municipio, pues habíamos sido bombardeados con la volqueta, la comunidad me propone que acepte la candidatura a la alcaldía; entonces, en el 2001, yo me posesiono como alcaldesa”.
Laura
Gilma Moreno asumió la alcaldía de El Castillo en el momento más
dramático de la confrontación, pues, en el 2002, el Bloque Centauros de
los paramilitares entró y arrasó. No hubo epopeya, no hubo héroes ni
cesó la horrible noche, solo hubo muerte y desolación. El municipio se
llenó de “informantes”, “colaboradores” y “denunciantes”, y el
señalamiento costó la vida a cientos de personas.
“Que vea que
ese también es guerrillero, que ese es auxiliador, entonces se arma ese
chisme de la guerra, de la lengua, y empieza a haber muertos en el
pueblo. Fue muy duro; mataron gente, mucha gente inocente”, cuenta Laura con dolor.
En
medio de la guerra, y junto con los alcaldes de los otros municipios
del alto Ariari, Laura hizo de la paz su propio empeño. Se sumó a sus
vecinos y entre todos hicieron puentes, carreteras, recuperaron
escuelas, promovieron proyectos productivos y organizaron partidos de
fútbol y fiestas para que la gente volviera a encontrarse. Construyeron
paz en la guerra y recibieron un premio nacional en reconocimiento a
este esfuerzo.
En el 2004, Euser Rondón fue asesinado por los paramilitares, aunque siempre había sido cercano a este grupo.
Una sombra de duda se extendió y alcanzó a los otros alcaldes, y Laura
se vio obligada ese año a salir del país señalada como paramilitar,
aunque toda su vida le habían dicho “guerrillera”.
La
tranquilidad empezó a abonar terreno hacia el 2005. ¿Las razones? Muchas
y muy variadas, incluso contradictorias, pero todas ciertas a la vez:
el fortalecimiento de las instituciones y la participación ciudadana, la
desintegración de las Auc, la ofensiva del ejército que debilitó a las
Farc y el proceso de negociación que llevó a su desaparición como grupo
armado. Finalmente, la guerra pareció haberse quedado sin razón y sin
guerreros, y las comunidades, que llevaban años reparando los tejidos,
empezaron a vivir en paz. Derrama las auroras, de su invencible luz.
Laura
regresó en el 2011 a su pueblo y, como si se tratara de una parábola de
la esperanza, volvió a ser promotora de lectura como en un principio.
Habían cambiado tanto las cosas que ya no tuvo que refugiarse en la
pequeña biblioteca municipal, como hace 20 años, cuando le arrebataba
niños a la guerra. Cualquier sitio resultó propicio para leer, y los
parques se inundaron de poesía y de historias fantásticas, pues a nadie
se le volvió a ocurrir que pudiera existir algún tipo de peligro.
Al
finalizar el 2017, el ‘Loco Iván’, excomandante de las Farc, en medio
de un acto público en el que pidió perdón por haber ordenado el ataque
con la volqueta, se dirigió también a ella. “Perdón, doña Laura, usted
fue una víctima más de esta guerra, y yo di en más de cuatro ocasiones
la orden de asesinarla”, dijo. Y ella respondió: “Solo Dios es el que
da el perdón, señor Iván, lo único que le digo es que, mientras usted
me odiaba y daba la orden de asesinarme, sin conocerlo, yo doblaba
rodilla en mi casa por usted, oraba y le pedía al Dios del cielo que
le pusiera bondad en su corazón, o que me lo alejara, me lo apartara,
porque yo no merecía morir en esta guerra, porque para su información,
yo nunca fui paraca, ni paraca ni guerrillera, señor Iván; yo soy una
mujer, hija de este pueblo que simplemente ama la paz, y he trabajado y
he luchado por ella, nada más”.
Dos siglos después de la
independencia, la gente del alto Ariari tiene mucho que contar al resto
del país sobre el sublime anhelo de la libertad; sobre las trampas de la
polarización, sobre cómo superar el horror de la violencia y cómo
encarar proyectos colectivos, sobre la memoria y el pasado que aún es
doloroso, sobre las heridas que no sanan y la necesidad de la
reconciliación, sobre cómo cultivar en surcos de dolores y sobre cómo
germinar la paz, en paz; sin sangre, ni llanto ni batallas, sin átomos
volando ni constelaciones de cíclopes, simplemente en paz.
TATIANA DUPLAT AYALA
PARA EL TIEMPO
Twitter: @tatianaduplat
* Texto producido en el Taller de Crónica de Idartes, a cargo del escritor Sergio Ocampo Madrid.
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