La Misión
Una casualidad hizo posible que la vida continuara aquel 15 de abril de 1993; pero después de esa nube espesa de polvo ya nada sería igual. Mi forma de estar y de entender este, mi mundo, cambiaría para siempre desde aquel momento. No funcionaba ningún teléfono público, nunca funcionaban en Bogotá, así que por instrucciones del vigilante había ido a buscar un monedero a la tienda más cercana. Salí del centro comercial por la puerta del costado sur y caminé hacia el oriente por la Calle 93, justo un instante antes de que explotara la bomba en la carrera 15. Así, de sopetón, el impacto me devolvió a la realidad dura y despiadada de aquella Colombia ensangrentada a principios de los Noventa. Habitar aquel presente convulsionado se había tornado casi insoportable, así que había decidido sumergirme en el pasado al que accedía por efecto mágico de los libros; y aprovechaba el impulso, el optimismo y la fuerza irracional de los enamorados, para imaginar el futuro al lado del hombre con quien me casaría muy pronto.
Me incorporé, aturdida, pensando que había sido víctima de un robo, y palpé el morral lamentando, por anticipado, la pérdida de mis cosas. Allí estaba todo: mi billetera, los documentos, los cuadernos y aquel ejemplar un poco maltrecho del Nombre de la Rosa que guardaba celosamente, pues me había dejado arrastrar por completo al mundo de la novela histórica, sin lugar a dudas, más seguro que el mío mismo. Pasó un buen rato antes de entender que se trataba de un atentado; la gente corría y había polvo y confusión por todas partes. Me dí cuenta que, para ese momento, la noticia ya debía haberse esparcido por toda la ciudad y qué Oscar debía estar muy preocupado sin saber de mi. Tuve que caminar muchas cuadras antes de encontrar un teléfono para poder avisarle que estaba bien, que no había logrado cambiar los dólares allí, que había salido del centro comercial intentando llamarle, que la carrera 15 estaba llena de humo y hierros retorcidos, que había muertos y heridos, que no había manera de entender tanta estupidez junta y que quería estar a su lado por el resto de mis días.
Poco a poco la vida se aferró a la cotidianidad, como una manera sutil y silenciosa de resistir a la muerte que rondaba sin pudor. Pablo Escobar había declarado la guerra al Estado colombiano y el terror se había instalado a vivir en cada esquina. Desafiar el miedo, seguir con la vida y ser optimista se convirtió en lo más transgresor que pudiera imaginarse. Así lo asumí, volví a mi vida de siempre como si no hubiera pasado nada, aunque sabía muy bien que ya había pasado todo aquella tarde. Recién casada, y en tercer semestre de carrera, estudiaba y trabajaba sin parar, como una manera de confirmar, con mis 22 años bien puestos, que tenía la capacidad, el empeño y la valentía suficientes como para tomar el control absoluto de mi propia vida. Por la mañana daba clases de música a niños de preescolar, por la tarde iba a la universidad y, para completar, una que otra noche, tocaba el violonchelo en una que otra ceremonia religiosa. Recorría la ciudad en mi bicicleta verde, una todo terreno que había pagado con canciones, literalmente; y desde allí, en cada pedalazo, desafiaba estereotipos y prejuicios sociales a medida que me enfrentaba al caos vehicular de Bogotá. Llegaba tarde a casa, a leer y a escribir, con la firme y obstinada convicción de que el futuro si sería posible.
Al poco tiempo estaba rendida. Los niños, mis alumnos, eran adorables y yo sentía hacia ellos una especial simpatía, pero estaban acabando conmigo. Llegaba a la universidad sin voz y agotada físicamente, mi morral vivía lleno de objetos peculiares que ellos introducían sin avisar a manera de sorpresa: dibujos, muñecos, papelitos, dulces y manzanas. Un día fui a la biblioteca a devolver el libro de Teorías de la Historia y lo encontré impregnado irremediablemente de banano; después de improvisar una explicación nada convincente, logré que lo recibieran y entendí que debía cambiar de trabajo. Necesitaba algo más afín a mi carrera, algo que me permitiera hacer un poco de experiencia y, a la vez, favoreciera mi proceso de aprendizaje. Como tantas veces sucedería en mi vida, lo deseé, lo declaré, y ocurrió. Mafe Rey apareció una tarde en casa y nos contó que estaban buscando asistentes para un proyecto de Colciencias y la Presidencia de la República; debía someterme a un proceso de selección muy riguroso, había muchos aspirantes, pero sin lugar a dudas valdría la pena trabajar cerca a grandes científicos. Era como entrar por la puerta grande al mundo de la investigación y, en esa época, yo tenía toda la intención de convertirme en investigadora. Mafe me dijo el nombre del proyecto, pero no logré retenerlo inicialmente, lo que sí me quedó muy claro es que era algo importante, pues reuniría a un grupo investigadores destacados. Mientras tanto la UNESCO también había convocado en Cartagena a los sabios del mundo para evaluar los desastres del siglo XX y los desafíos del nuevo siglo que estaba allí, a la vuelta de la esquina. Había tanto, tanto por hacer; y el mensaje se dirigía por entero a mi generación; asistir al fin y al comienzo de un siglo era el privilegio de nosotros, testigos de excepción de un momento único e irrepetible de la historia.
Con emoción, pero sin mucha expectativa, pues era consciente del número y la calidad de los aspirantes, llevé mi corta hoja de vida a Carlos Eduardo Vasco, el matemático jesuita encargado de timonear esta misión. Recuerdo bien que tuve que entregarla en un edificio precioso en el barrio La Soledad; llegué allí en mi bicicleta, feliz solo de conocer el sitio y al padre Vasco. Llevaba años oyendo hablar de él, un personaje emblemático para quienes estudiábamos en la Universidad Javeriana y creíamos absolutamente en el poder transformador de la educación popular. Esa estela inspiradora que dejaba a su paso la idea de hacer una revolución pacífica a través de la educación y la cultura, en mi caso, lograría ser el motor de toda mi actividad profesional y vital desde esa época, hasta hoy, y estoy segura, por el resto de mis días.
El padre Vasco fue muy amable, me explicó que se trataba de la Misión de Ciencia Educación y Desarrollo encomendada por el Presidente César Gaviria a 11 comisionados destacados en diferentes áreas del conocimiento; haciendo eco a una propuesta del Doctor Llinás. Que cada comisionado, a su vez, contaría con un equipo de investigadores y cada investigador con un grupo de asistentes. Que había muy poco tiempo para cumplir con el encargo y que el informe debía presentarse al Presidente, y al país, el 21 de julio del año siguiente, unos días antes de que terminara su mandato. Mientras hablaba yo me ví allí, en el primer peldaño de aquella estructura que constituía la tripulación de la Misión; y me emocioné solo de imaginarlo. El profesor Vasco me hizo una corta entrevista, centrando su atención en aspectos inesperados para mí: preguntó por mis estudios musicales y por la bicicleta que había dejado parqueada afuera, por mi trabajo con los niños, por la última novela que había leído, y por las cosas que más me divertían. Yo esperaba que preguntara por mi experiencia investigativa, que era mínima, y sabía muy bien que ese era mi punto más débil; sin embargo apenas si prestó atención a ese aspecto, “hay muchos aspirantes” dijo, “vamos a iniciar el proceso de selección y si pasa a la siguiente ronda llamaremos”.
Pasaron meses y nadie llamó nunca; prácticamente olvidé el asunto y volví a sumergirme en mi vida muy ocupada, con muchas ganas de hacer mil cosas, poco tiempo, y por su puesto, poco dinero. A medida que leía libros de historia y me asomaba al mundo de la novela histórica, desarrollaba un interés incisivo, y casi obsesivo, sobre cómo lograr transmitir estos conocimientos de manera masiva y popular. ¿Cómo hacer para que la conciencia sobre la historia, sobre lo que hemos sido, sobre lo que nos enorgullece y nos avergüenza, se volviera un motor de cambio en la gente? Tenía buenos ejemplos a la mano, millones de personas en el mundo habían leído con pasión a Humberto Eco, un teórico semiólogo apasionado de la Edad Media. Aquí no más, Gabriel García Márquez, nuestro Gabo, y Germán Espinosa, escribían sus novelas escudriñando en los archivos históricos. Yo no lograba terminar de decidir si quería ser el mismo Indiana Jones o Lawrence Kasdan, el guionista genial que había dado vida a semejante personaje, arqueólogo y aventurero empedernido de la historia. Al mismo tiempo se había anunciado la superproducción de la serie televisiva: De Amores y Delitos, basada en una idea de Gabo y realizada por la programadora de la televisión pública; una propuesta audaz que pretendía llevar a la pantalla chica, de una manera atractiva, los orígenes históricos de la exclusión social en Colombia. Si, había mucha inspiración alrededor, mucho por aprender, mucho por hacer, poco tiempo, poco dinero, y el teléfono seguía sin sonar; nadie llamaba.
Un día cualquiera ocurrió, llamaron de parte del padre Vasco, necesitaba verme de manera urgente, allí mismo, en el edificio de La Soledad. A toda velocidad conduje mi bicicleta hasta el edificio; sin aire, y sin lograr pronunciar una sola palabra me presenté. Carlos Eduardo Vasco me dijo que había sido preseleccionada, pero que quería verificar si aún estaba interesada, le dije que sí, que estaba muy interesada; me preguntó varias veces mirándome a los ojos, como queriendo re-confirmar si respondía con convicción. Yo no podía decir mayor cosa, solo lo miraba emocionada y en mi interior pensaba: “si supiera como quiero y necesito el trabajo, y la plata”; y él volvía a preguntar: “¿está segura que va a tener toda la disposición para hacerlo?, no podemos fallar y no tenemos tiempo de equivocarnos” y yo: “sí, claro que si, voy a hacer lo que sea”. Finalmente dijo: “espero que esté convencida porque tenemos que empezar ya mismo”, y yo lo interrumpí reafirmando: “ya mismo, ¿qué hay que hacer?”, “Debe presentarse mañana, a las cuatro de la tarde en las antiguas residencias de la Universidad Nacional, allí la ubicarán con su grupo de investigación y le darán las instrucciones; también es importante que sepa que tenemos un problema administrativo”. Hizo una pausa, volvió a mirarme fijamente, y continuó: “Debemos empezar ya mismo con la Misión, solo tenemos unos cuantos meses, pero no vamos a poder pagarle mensualmente, el dinero solo estará disponible en un solo pago, al final de agosto del año entrante, después de presentar el informe final; si está de acuerdo firmamos ya mismo su contrato”. Era diciembre del año 1993, yo no tenía un peso, tendría que dejar mis trabajos ocasionales para dedicarme por entero a la Misión y, además, mantener el promedio en la universidad para no perder la beca de matrícula. Sin pensarlo mucho, y sin saber bien cómo iba a lograrlo, dije con absoluta certeza y en actitud de marinero obediente: “sí señor, allí estaré mañana a las cuatro en punto”. Lo dije, y al decirlo, acepté la aventura, abordé como aprendiz y me hice parte de la tripulación de aquella nave gigantesca llamada Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, enrutada hacia un destino completamente nuevo y desconocido para mi.
Llegué antes de la hora pactada y encontré una actividad frenética en el edificio, la gente entraba y salía, cargaban papeles, sonaban teléfonos y se oían instrucciones; realmente lo más parecido a un barco a punto de zarpar. Me enteré que por la mañana había ocurrido la primera reunión de los 11 sabios y sus investigadores y, solo en ese momento, entendí que había sido la última persona en embarcar. Dí mi nombre a una secretaria, ella verificó en una lista y me dijo que debía esperar en un salón, no sin antes mirarme con algo de brillo en sus ojos. Yo no logré interpretar del todo su mirada, pero imaginé que había algo de condescendencia por mi evidente situación de novata. El salón era pequeño, abarrotado de pupitres viejos, y estaba desocupado; la calma que había allí contrastaba notablemente con el bullicio en el pasillo. Me senté y al instante llegó otra chica, me dijo que venía de Cali y, por lo poco que pudimos conversar, me di cuenta que tenía la misma información que yo, es decir, no sabía prácticamente nada de lo que se esperaría de nosotros. Inmediatamente entró Carlos Eduardo Vasco a decirnos que en un minuto vendría nuestro coordinador a explicarnos las tareas; salió y al minuto siguiente entró por la puerta Gabriel García Márquez, premio Nóbel de Literatura, y mi héroe absoluto desde que tenía uso de razón. Entró mirando hacia abajo, con la mirada fija en una bandeja enorme que ocupaba sus manos y toda su atención.
Mi compañera y yo estábamos atónitas, no sabíamos si creer lo que estaba pasando y no podíamos dejar de ver al Nobel, algo encartado, intentando servir arepas y tintos mientras decía: “espero que les gusten porque yo no puedo dejar de comerlas cada vez que vuelvo”. Junto a él venía una mujer mayor que nosotras, el maestro explicó que se trataba de la socióloga Judith Nieto, que venía de Medellín y que se encargaría de orientar nuestro trabajo, ya que él vivía en México y sólo vendría a Colombia unas cuantas veces durante el proceso de elaboración del informe. Descubrí que nuestro Gabo, de repente, se había convertido en “el maestro”, una figura de autoridad que inspiraba un respeto y admiración infinitas, a pesar de que él mismo estaba haciendo todo lo posible porque lo sintiéramos cercano y cotidiano. Nos habló de su papel en la Misión y de la investigación en la que íbamos a apoyarlo. Nos explicó que debíamos reunir información para sustentar la escritura de un ensayo sobre la educación artística en Colombia y que, además, le había sido encomendado un texto literario, a manera de proclama de la Misión. Nos dijo que dejáramos esa cara de asombro y de susto, que él no quería alarmarnos ni incomodarnos de ninguna manera, pero que por su situación de figura pública habían decidido mantener en absoluto secreto quiénes conformarían su equipo, que en este caso sólo estaría integrado por nosotras tres, que esa era la razón de nuestra tardía vinculación al proyecto y que, por eso, no nos habían explicado mayor cosa sobre el trabajo que nos esperaba y sobre quién se encontraba detrás de nuestro proceso de selección.
Me dí vuelta y ví que había un montón de gente sonriente asomada a la puerta detrás del padre Vasco; y que él mismo sonreía con la misma picardía de quien acaba de revelar una buena sorpresa a alguien que se estima mucho. Todos, menos nosotras, sabían lo que nos esperaba desde el mismo instante en que pisamos el edificio. Todos se habían mirado con cara de complicidad disimulada mientras nos condujeron al salón, y todos habían disfrutado enormemente con la escena macondiana de las arepas. El profesor Carlos Eduardo Vasco pidió orden y silencio, y desapareció después de cerrar la puerta. La calma volvió al pequeño salón, el maestro nos dijo que si nosotras estábamos asustadas, él lo estaba mil veces más y que era completamente consciente de su lugar como escritor en una misión de científicos. Que él no podía hacer otra cosa diferente a la que sabía hacer: escribir, y que como no era científico sino narrador de historias, iba a echar mano de toda su experiencia de investigador periodístico para estructurar y redactar la reflexión que se le había encomendado; para algo debía servirle haber aprendido el mejor oficio del mundo. Nos contó que su problema más inmediato era lidiar con los requerimientos y ritmos administrativos, pues al tratarse de un proyecto del gobierno, debía someterse a una dinámica completamente ajena a su rutina creativa. “Nos piden enviar la hoja de vida, y mientras los demás mandan sendos cartapacios en los que se anuncian títulos de pregrado, posgrado, experiencia investigativa, docente y listado de publicaciones indexadas; a mi solo se me ocurre remitir una hoja en la que se anuncia escuetamente el único oficio que he conocido y ejercido en toda mi vida: escritor y contador de historias”, nos dijo con tono afable y de complicidad.
En un momento se quedó mirándonos, y luego de una pausa preguntó: “¿Cuál de ustedes dos es la chelista?”, yo respondí con una sonrisa sonrojada y, como si alguien hubiera descubierto mi secreto, levanté un dedo tímidamente. “Todos los días me levanto muy temprano a escribir, incluso lo hago en pijama, antes de arreglarme; y todos los días escucho a Bach mientras escribo. Escucho las Suites de Bach para violonchelo solo, ¿Usted las toca?”. Le conté que sí, que había estudiado la primera Suite, pues hace parte del repertorio básico y obligatorio que se exige en el conservatorio a todos los estudiantes de violonchelo. El maestro habló largo rato sobre Bach y el sonido del chelo, y de cómo a veces pensaba que el ondear rítmico de esa música ejercía un extraño encantamiento en él; y que probablemente ese embrujo había sido transferido a sus relatos a través de ciertas palabras que iban apareciendo y encadenándose entre sí, conformando un conjuro indestructible alrededor del texto.
Me pidió que le hablara en detalle de cómo había aprendido a tocar el chelo, y de por qué no había considerado dedicarme a ese oficio de manera profesional. Entendí que me habían seleccionado teniendo en cuenta mi propia experiencia de educación artística y tuvieron sentido, entonces, las preguntas del padre Vasco el día en que lo conocí. Explicó que nuestra tarea sería ayudar a concertar y coordinar entrevistas con una selección de artistas y maestros; además deberíamos apoyar la aplicación de unos instrumentos de recolección y sistematización de información, y estar atentas a cualquier requerimiento de apoyo que nos hicieran. Luego conversó con mi compañera, ella venía de Cali y también era estudiante de una disciplina de las ciencias sociales; infortunadamente nunca la volví a ver y no recuerdo su nombre, pues hoy sería toda una experiencia compartir con ella estos recuerdos.
El maestro, mi admirado Gabo, habló un largo rato, y sus palabras quedarían grabadas en mí para el resto de la vida. Algunas ocupan hoy el lugar de los anecdotarios, ese al que acudo para hacer más divertidas las charlas con mis amigos y mis hijas; otras se incrustaron allá en el fondo, como parte de mi manera de ser y estar en el mundo. Habló bastante de la importancia de la memoria y nos dijo entusiasmado que había empezado a escribir su biografía. Nos habló de su pasión por los archivos históricos y nos dijo que creía que allí estaban las claves de todas las historias por contar y por imaginar de este país, aún desconocido para la gran mayoría de los colombianos. Salí de allí casi levitando, y aunque ya había notado que seguía sin entender bien cuál era mi tarea más inmediata, ya no estaba preocupada. Al llegar al parqueadero oí que alguien me llamaba desde la ventanilla de un carro con vidrios polarizados, me pareció raro, pues por esos días las ventanas oscuras estaban prohibidas. Era otra vez el maestro, asomado por la ventana preguntó con picardía: “¿hacia dónde va la chelista?”; yo volví a sonrojarme y dije: “aquí cerquita a la casa de mis papás, por la Av 68”, “justo vamos por allá, venga con nosotros”.
Subí al puesto de atrás, donde estaba el maestro y me presentó a su conductor; habían crecido juntos en Aracataca y se había convertido en su fiel escudero y compañero de aventuras. Me pidió unos minutos para llamar a su esposa, abrió un pequeño compartimento que separaba los asientos de adelante y sacó la bocina de un teléfono que hoy recuerdo como gigante. “Lo malo de mi situación aquí es que siempre tengo que estar avisando dónde y con quién voy”, dijo aludiendo tácitamente al momento difícil que se vivía en el país. Volvimos a hablar del violonchelo y además me preguntó por la bicicleta, cosa que me asombró porque ese detalle no estaba registrado en la hoja de vida. Aproveché para preguntarle si él consideraba que había algún inconveniente en que llegara en mi bicicleta a visitar a los entrevistados, pues no sabía si había alguna implicación en el manejo de la imagen o del protocolo, al representarlo a él en la Misión. “Usted puede desplazarse como quiera, y si alguien pone algún inconveniente por su bicicleta me avisa. Considere que tiene “licencia poética”, me dijo sonriente, y eso tampoco se me olvidó nunca.
Cuando bajé del carro solo pensaba en cómo iba a contar esta historia a mi familia sin que pensaran que era alguna fantasía, producto de la imaginación. Abrí eufórica la puerta y entré al apartamento donde se encontraban mis padres y mi hermano menor y, para mi desconcierto, nadie se interesó mucho en mi llegada; y antes de que lograra decir nada, me hicieron señas y me pidieron silencio. Estaban todos en la habitación principal mirando atónitos las noticias en la tele. Pablo Escobar estaba muerto, la policía había logrado acorralarlo en el tejado de una casa y había sido “dado de baja” en la operación. Todos miraban en silencio al televisor y estaban pasmados.
Con la muerte de Escobar terminaba uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Colombia y de la humanidad. Su nefasto paso por la vida había dejado cientos de muertos, miles de víctimas y una herida irreparable en el tejido social colombiano. Comunidades enteras habían sido arrasadas por las mafias, y el narcotráfico se había asentado en el imaginario de muchas personas como una cultura, una manera de estar y de entender el mundo basada en la intimidación y en el ejercicio abusivo del poder sobre los demás. Pablo Escobar había muerto, pero para nadie era claro si se trataba de una buena noticia, o no. Pensé inevitablemente en la escena que había presenciado unos cuántos meses atrás cuando había explotado la bomba en el centro comercial donde me encontraba, en el sufrimiento de aquellos rostros desfigurados por el dolor, en la nube de polvo y confusión, y en la desesperanza que rondaba entre las ruinas de una nación destrozada, literalmente. Cuánta sangre derramada, cuánta vida desperdiciada, cuánta inteligencia desaprovechada en el vano empeño de acumular poder para unos cuantos por encima de muchos otros. Pablo Escobar había muerto y a nosotros nos invadía una fría sensación de zozobra e incertidumbre. Apenas recuperamos el aliento conté a mi familia lo que había vivido al lado del Nobel de Literatura unas horas atrás y, en medio del asombro, e intentando aún procesar toda la información, mi padre solo atinó a decir: “puro realismo mágico”.
Como si se tratara de un náufrago que inesperadamente encuentra la última tabla del barco recién hundido, me aferré irrenunciablemente a la idea de hacer parte de la tripulación de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo; y todo lo que ese empeño representaba: la razón, el acceso democrático al conocimiento, la posibilidad de transformar las vidas de comunidades enteras, el reconocimiento de un país diverso y complejo, y la oportunidad de una vida mejor para todos. Era un resquicio de esperanza hacia el futuro, en medio de un presente oscuro y tenebroso. Pasado el primer impacto, mi trabajo en la Misión arrancó y me sumergí de lleno en mis tareas: llamaba por teléfono, sacaba fotocopias, coordinaba citas, llevaba papeles, visitaba a uno que otro maestro y rendía uno que otro informe a Carlos Eduardo Vasco. En medio de la actividad rutinaria y operativa, era emocionante explicar que llamaba por encargo de Gabriel García Márquez y que hacíamos parte de la Misión de Sabios. Así hablé por teléfono con los grandes artistas de este país, y desde la bocina, pude intuir cada una de sus personalidades y maneras de ser. También llamé a muchos maestros desconocidos para mi, y después de conversar con muchos de ellos, pude imaginar fácilmente que este país debía estar lleno de héroes anónimos que estaban transformando millones de vidas, en cada vereda y en cada pueblo de este territorio inimaginado por muchos. Cada vez que hablaba con uno de esos maestros colgaba el teléfono y pensaba asombrada que entonces si era cierto, que aquella revolución pacífica y democrática si podía ser posible y que este país debía estar lleno de historias de futuro que tendríamos que aprender a escuchar y a reconocer en medio de la confusión y el barullo que forma la violencia.
No podía ni imaginar en ese momento que los veinte años siguientes estaría junto a Jeanine El'Gazi, mi jefe, colega y compañera; recorriendo los rincones más escondidos, acompañando a las comunidades más diversas a contar historias, a reconocer el valor de los empeños colectivos y a aferrarse a la educación y a la cultura como si se tratara de la única oportunidad sobre la tierra para esta generación. Si a nombre de Gabo, conocí y supe de la existencia de grandes maestros, artistas y gestores culturales; recorriendo las selvas, los llanos y las montañas colombianas descubrí la sabiduría infinita de quienes llevan décadas enteras resistiendo a la barbarie y a la estupidez de la violencia. Aprendí a reconocer en actos cotidianos y aparentemente insignificantes la reivindicación de la vida como valor supremo; entendí que existen comunidades en Colombia en donde cantar, bailar, reír y leer, es transgredir el miedo impuesto por las mafias y los grupos armados ilegales. En el año de 1994 no podía ni imaginar, mientras reunía información, sacaba fotocopias y coordinaba citas por teléfono, que yo misma incorporaría los principios rectores de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, para el resto de mi vida; y a través de ellos, ayudaría a transformar la vida de muchos otros.
Vi unas cuantas veces más al maestro, en encuentros más cortos y de rutina; y aún así siempre fue emocionante escucharlo. Hablaba con mucho entusiasmo de sus proyectos, de la escuela de cine en San Antonio de los Baños, Cuba; de la serie de televisión que estaba orientando y de sus propias memorias, que escribía en ese momento con el mismo afán de quien ha sido retado por el tiempo y el destino. Nos contó de su rutina para escribir, nos dijo que era como ejercitarse físicamente; que lo primero que hacía en la mañana, muy temprano, era levantarse a terminar una frase que había dejado iniciada desde el día anterior. Que había desarrollado un método para despertar la continua curiosidad del lector haciéndolo prisionero de un encanto conjurado a punta de palabras. Que nunca terminaba un renglón, ni una página con punto final, pues hacía todo para que las oraciones terminaran a mitad de la línea, o en la página siguiente; así, quién leía debía verse en la necesidad de pasar la hoja para descubrir cómo terminaba la frase. Nos habló de la importancia del ritmo en sus escritos y volvió a hablar de Bach y de las suites para violonchelo solo que lo acompañaban siempre en el ejercicio de narrar. Recuerdo haberme preguntado si algún día alguien lograría escuchar, detrás de las palabras de Gabo, ese canto ronco, lleno de aire y de melancolía; y pensé que lograrlo sería igual que haber descifrado los pergaminos del mismo Melquiades en Macondo.
En uno de esos encuentros le pedí un mensaje para mi hermano menor, quien cursaba el primer semestre de la carrera de Literatura en la Universidad Javeriana. Él tomó un papel cualquiera de la mesa y escribió: “Alfredo: estudia la literatura, pero luego haz lo contrario de lo que te enseñen”, y lo firmó. Hoy, 25 años después, mi hermano tiene exhibida la nota en un marco de vidrio que reposa en la pared de su oficina como profesor del Departamento de Lenguas y Culturas del Mundo, en la Universidad Estatal de Minnesota, en Mankato. Me cuenta que cada día aparece alguien preguntando por el objeto y muchos quieren tomarse una foto con el cuadro para dejar testimonio público de la magia que lo habita. Al terminar mi trabajo coordinando las entrevistas del maestro, se me solicitó apoyar a una de las investigadoras del equipo del Doctor Rodolfo Llinás, así que pasé el resto de los días reuniendo información sobre los principales hitos de la historia de la humanidad en sus inicios, como insumo para un prototipo de videojuego que estaban diseñando bajo la dirección del genial neurofisiólogo.
Los resultados de la Misión se presentaron al país el 21 de Julio de 1994, en la Casa de Nariño, el Palacio Presidencial, en una ceremonia conducida por el Presidente César Gaviria, el Doctor Rodolfo Llinás y el Maestro Gabriel García Márquez. Yo estaba emocionada, era increíble sentirme parte de la historia y estaba convencida del privilegio que suponía haber estado cerca al maestro, a los otros 10 Comisionados y a sus investigadores. De alguna manera sabía que mi vida no sería igual después de esa experiencia. Una vez presentado el informe, todos los que habíamos participado de una u otra forma en la Misión, quedamos invadidos por esa sensación de vacío que aparece cuando se termina un larga e intensa travesía. Luego nos visitó la nostalgia y, poco a poco, la decepción al ver que empezaron a pasar lo meses y los años, y las recomendaciones de este equipo inmenso de investigadores y expertos de todas las disciplinas del conocimiento, no habían sido escuchadas ni adoptadas como política de Estado. Años después entendería que muchas veces no es necesario llegar a puerto para considerar exitoso el viaje, a veces, el solo hecho de navegar es ya una ganancia y un aprendizaje inmenso. Con la Misión, en su momento, aprendimos todos, pero sobre todo, por unos meses, y a pesar del estruendo y la turbulencia desatados por los atentados terroristas, el país entero pensó, habló, y discutió sobre la posibilidad y la oportunidad de un mejor país para todos, incluyente y democrático; impulsado por la ciencia, la educación y el empeño de millones de personas y comunidades que aún se resisten a la ignorancia, la violencia y el poder mal utilizado.
Al final de la aventura no me quedé con fotos, pues no eran tan comunes como hoy en día, ni con libros firmados, ni con mensajes, ni con autógrafos de Gabo; pero la Misión expidió un documento en el que certificaba mi participación como investigadora de los comisionados Gabriel García Márquez y Rodolfo Llinás y, estoy segura, este papel que guardo como mi tesoro más preciado, fue el responsable de abrir todas las puertas de mi incipiente carrera profesional, hace más de 20 años. Mis últimos semestres de carrera fueron completamente exitosos, me gradué, fui contratada por el Instituto Colombiano de Cultura - Colcultura, y acompañé a esta institución a convertirse en el Ministerio de Cultura, gané el Premio Nacional Otto de Greiff a mejores trabajos de grado, fuí nombrada Jóven Investigadora por Colciencias, y a los pocos meses iba becada, rumbo a Granada, en España a estudiar el doctorado. Mejor no pudo ser, y no me alcanza la vida para agradecer aún tanta fortuna. Cada vez que gané un premio o una beca, cada vez que fui a una entrevista para aplicar a un trabajo, durante esos primeros años de vida profesional, alguién me preguntó sobre cómo había sido esta experiencia y, en todos los casos, yo solo pude sonreír sonrojada recordando cómo había sido, y simplemente dije: genial.
Durante los 3 últimos años una imagen bellísima de Gabo, captada por Carlos Duque, me acompañó en mi labor de salvaguardar el archivo histórico de la radio y la TV pública colombiana. Estaba allí como parte de un homenaje que RTVC, el Sistema de Medios Públicos de Colombia le había rendido a Gabo aún en vida. Hoy la imagen afable y sonriente del maestro custodia el laboratorio de digitalización de Señal Memoria y su presencia alerta sobre la importancia crucial de la memoria en un país que busca reinventarse, y que nunca más puede volver a ceder a la tentación de la soledad y del olvido.
Yo, por mi parte, paso los días en una de las bibliotecas más bellas del mundo, gerenciando la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá. Se trata de una red inmensa que vincula instituciones, trabajadores y usuarios, en torno al propósito compartido de brindar acceso a la educación y la cultura a 8 millones de habitantes en Bogotá. En los parques, en las montañas, en los centros comerciales, en los barrios, en las estaciones del sistema de transporte; no hay una sola zona que no se encuentre bajo el influjo de la magia arrolladora que desprende el equipo apasionado de BibloRed.
Después de recorrer el país hasta el último de los rincones, hoy me sorprendo cada día con mi ciudad. Descubro con asombro las calles de mi barrio mientras pedaleo en mi bicicleta de la casa hasta el trabajo. Veo a lo lejos la pequeña Biblioteca que atiende en el parque de mi vecindario y no puedo dejar de sentirme orgullosa de hacer parte de este programa que, desde la Alcaldía de Bogotá, garantiza derechos a la educación y la cultura a millones de personas. No puedo dejar de pensar que en realidad sí fue cierto, que aquella revolución pacífica y democrática impulsada por los mismos principios que motivaron nuestra Misión hace 25 años, sí pudo ser posible; que valió la pena aferrarse de esta manera a mi propia y obstinada convicción, que el futuro sí es posible, que la travesía continúa y que son muchas las historias por conocer, por reconocer y por contar en alta mar.
Me incorporé, aturdida, pensando que había sido víctima de un robo, y palpé el morral lamentando, por anticipado, la pérdida de mis cosas. Allí estaba todo: mi billetera, los documentos, los cuadernos y aquel ejemplar un poco maltrecho del Nombre de la Rosa que guardaba celosamente, pues me había dejado arrastrar por completo al mundo de la novela histórica, sin lugar a dudas, más seguro que el mío mismo. Pasó un buen rato antes de entender que se trataba de un atentado; la gente corría y había polvo y confusión por todas partes. Me dí cuenta que, para ese momento, la noticia ya debía haberse esparcido por toda la ciudad y qué Oscar debía estar muy preocupado sin saber de mi. Tuve que caminar muchas cuadras antes de encontrar un teléfono para poder avisarle que estaba bien, que no había logrado cambiar los dólares allí, que había salido del centro comercial intentando llamarle, que la carrera 15 estaba llena de humo y hierros retorcidos, que había muertos y heridos, que no había manera de entender tanta estupidez junta y que quería estar a su lado por el resto de mis días.
Poco a poco la vida se aferró a la cotidianidad, como una manera sutil y silenciosa de resistir a la muerte que rondaba sin pudor. Pablo Escobar había declarado la guerra al Estado colombiano y el terror se había instalado a vivir en cada esquina. Desafiar el miedo, seguir con la vida y ser optimista se convirtió en lo más transgresor que pudiera imaginarse. Así lo asumí, volví a mi vida de siempre como si no hubiera pasado nada, aunque sabía muy bien que ya había pasado todo aquella tarde. Recién casada, y en tercer semestre de carrera, estudiaba y trabajaba sin parar, como una manera de confirmar, con mis 22 años bien puestos, que tenía la capacidad, el empeño y la valentía suficientes como para tomar el control absoluto de mi propia vida. Por la mañana daba clases de música a niños de preescolar, por la tarde iba a la universidad y, para completar, una que otra noche, tocaba el violonchelo en una que otra ceremonia religiosa. Recorría la ciudad en mi bicicleta verde, una todo terreno que había pagado con canciones, literalmente; y desde allí, en cada pedalazo, desafiaba estereotipos y prejuicios sociales a medida que me enfrentaba al caos vehicular de Bogotá. Llegaba tarde a casa, a leer y a escribir, con la firme y obstinada convicción de que el futuro si sería posible.
Al poco tiempo estaba rendida. Los niños, mis alumnos, eran adorables y yo sentía hacia ellos una especial simpatía, pero estaban acabando conmigo. Llegaba a la universidad sin voz y agotada físicamente, mi morral vivía lleno de objetos peculiares que ellos introducían sin avisar a manera de sorpresa: dibujos, muñecos, papelitos, dulces y manzanas. Un día fui a la biblioteca a devolver el libro de Teorías de la Historia y lo encontré impregnado irremediablemente de banano; después de improvisar una explicación nada convincente, logré que lo recibieran y entendí que debía cambiar de trabajo. Necesitaba algo más afín a mi carrera, algo que me permitiera hacer un poco de experiencia y, a la vez, favoreciera mi proceso de aprendizaje. Como tantas veces sucedería en mi vida, lo deseé, lo declaré, y ocurrió. Mafe Rey apareció una tarde en casa y nos contó que estaban buscando asistentes para un proyecto de Colciencias y la Presidencia de la República; debía someterme a un proceso de selección muy riguroso, había muchos aspirantes, pero sin lugar a dudas valdría la pena trabajar cerca a grandes científicos. Era como entrar por la puerta grande al mundo de la investigación y, en esa época, yo tenía toda la intención de convertirme en investigadora. Mafe me dijo el nombre del proyecto, pero no logré retenerlo inicialmente, lo que sí me quedó muy claro es que era algo importante, pues reuniría a un grupo investigadores destacados. Mientras tanto la UNESCO también había convocado en Cartagena a los sabios del mundo para evaluar los desastres del siglo XX y los desafíos del nuevo siglo que estaba allí, a la vuelta de la esquina. Había tanto, tanto por hacer; y el mensaje se dirigía por entero a mi generación; asistir al fin y al comienzo de un siglo era el privilegio de nosotros, testigos de excepción de un momento único e irrepetible de la historia.
Con emoción, pero sin mucha expectativa, pues era consciente del número y la calidad de los aspirantes, llevé mi corta hoja de vida a Carlos Eduardo Vasco, el matemático jesuita encargado de timonear esta misión. Recuerdo bien que tuve que entregarla en un edificio precioso en el barrio La Soledad; llegué allí en mi bicicleta, feliz solo de conocer el sitio y al padre Vasco. Llevaba años oyendo hablar de él, un personaje emblemático para quienes estudiábamos en la Universidad Javeriana y creíamos absolutamente en el poder transformador de la educación popular. Esa estela inspiradora que dejaba a su paso la idea de hacer una revolución pacífica a través de la educación y la cultura, en mi caso, lograría ser el motor de toda mi actividad profesional y vital desde esa época, hasta hoy, y estoy segura, por el resto de mis días.
El padre Vasco fue muy amable, me explicó que se trataba de la Misión de Ciencia Educación y Desarrollo encomendada por el Presidente César Gaviria a 11 comisionados destacados en diferentes áreas del conocimiento; haciendo eco a una propuesta del Doctor Llinás. Que cada comisionado, a su vez, contaría con un equipo de investigadores y cada investigador con un grupo de asistentes. Que había muy poco tiempo para cumplir con el encargo y que el informe debía presentarse al Presidente, y al país, el 21 de julio del año siguiente, unos días antes de que terminara su mandato. Mientras hablaba yo me ví allí, en el primer peldaño de aquella estructura que constituía la tripulación de la Misión; y me emocioné solo de imaginarlo. El profesor Vasco me hizo una corta entrevista, centrando su atención en aspectos inesperados para mí: preguntó por mis estudios musicales y por la bicicleta que había dejado parqueada afuera, por mi trabajo con los niños, por la última novela que había leído, y por las cosas que más me divertían. Yo esperaba que preguntara por mi experiencia investigativa, que era mínima, y sabía muy bien que ese era mi punto más débil; sin embargo apenas si prestó atención a ese aspecto, “hay muchos aspirantes” dijo, “vamos a iniciar el proceso de selección y si pasa a la siguiente ronda llamaremos”.
Pasaron meses y nadie llamó nunca; prácticamente olvidé el asunto y volví a sumergirme en mi vida muy ocupada, con muchas ganas de hacer mil cosas, poco tiempo, y por su puesto, poco dinero. A medida que leía libros de historia y me asomaba al mundo de la novela histórica, desarrollaba un interés incisivo, y casi obsesivo, sobre cómo lograr transmitir estos conocimientos de manera masiva y popular. ¿Cómo hacer para que la conciencia sobre la historia, sobre lo que hemos sido, sobre lo que nos enorgullece y nos avergüenza, se volviera un motor de cambio en la gente? Tenía buenos ejemplos a la mano, millones de personas en el mundo habían leído con pasión a Humberto Eco, un teórico semiólogo apasionado de la Edad Media. Aquí no más, Gabriel García Márquez, nuestro Gabo, y Germán Espinosa, escribían sus novelas escudriñando en los archivos históricos. Yo no lograba terminar de decidir si quería ser el mismo Indiana Jones o Lawrence Kasdan, el guionista genial que había dado vida a semejante personaje, arqueólogo y aventurero empedernido de la historia. Al mismo tiempo se había anunciado la superproducción de la serie televisiva: De Amores y Delitos, basada en una idea de Gabo y realizada por la programadora de la televisión pública; una propuesta audaz que pretendía llevar a la pantalla chica, de una manera atractiva, los orígenes históricos de la exclusión social en Colombia. Si, había mucha inspiración alrededor, mucho por aprender, mucho por hacer, poco tiempo, poco dinero, y el teléfono seguía sin sonar; nadie llamaba.
Un día cualquiera ocurrió, llamaron de parte del padre Vasco, necesitaba verme de manera urgente, allí mismo, en el edificio de La Soledad. A toda velocidad conduje mi bicicleta hasta el edificio; sin aire, y sin lograr pronunciar una sola palabra me presenté. Carlos Eduardo Vasco me dijo que había sido preseleccionada, pero que quería verificar si aún estaba interesada, le dije que sí, que estaba muy interesada; me preguntó varias veces mirándome a los ojos, como queriendo re-confirmar si respondía con convicción. Yo no podía decir mayor cosa, solo lo miraba emocionada y en mi interior pensaba: “si supiera como quiero y necesito el trabajo, y la plata”; y él volvía a preguntar: “¿está segura que va a tener toda la disposición para hacerlo?, no podemos fallar y no tenemos tiempo de equivocarnos” y yo: “sí, claro que si, voy a hacer lo que sea”. Finalmente dijo: “espero que esté convencida porque tenemos que empezar ya mismo”, y yo lo interrumpí reafirmando: “ya mismo, ¿qué hay que hacer?”, “Debe presentarse mañana, a las cuatro de la tarde en las antiguas residencias de la Universidad Nacional, allí la ubicarán con su grupo de investigación y le darán las instrucciones; también es importante que sepa que tenemos un problema administrativo”. Hizo una pausa, volvió a mirarme fijamente, y continuó: “Debemos empezar ya mismo con la Misión, solo tenemos unos cuantos meses, pero no vamos a poder pagarle mensualmente, el dinero solo estará disponible en un solo pago, al final de agosto del año entrante, después de presentar el informe final; si está de acuerdo firmamos ya mismo su contrato”. Era diciembre del año 1993, yo no tenía un peso, tendría que dejar mis trabajos ocasionales para dedicarme por entero a la Misión y, además, mantener el promedio en la universidad para no perder la beca de matrícula. Sin pensarlo mucho, y sin saber bien cómo iba a lograrlo, dije con absoluta certeza y en actitud de marinero obediente: “sí señor, allí estaré mañana a las cuatro en punto”. Lo dije, y al decirlo, acepté la aventura, abordé como aprendiz y me hice parte de la tripulación de aquella nave gigantesca llamada Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, enrutada hacia un destino completamente nuevo y desconocido para mi.
Llegué antes de la hora pactada y encontré una actividad frenética en el edificio, la gente entraba y salía, cargaban papeles, sonaban teléfonos y se oían instrucciones; realmente lo más parecido a un barco a punto de zarpar. Me enteré que por la mañana había ocurrido la primera reunión de los 11 sabios y sus investigadores y, solo en ese momento, entendí que había sido la última persona en embarcar. Dí mi nombre a una secretaria, ella verificó en una lista y me dijo que debía esperar en un salón, no sin antes mirarme con algo de brillo en sus ojos. Yo no logré interpretar del todo su mirada, pero imaginé que había algo de condescendencia por mi evidente situación de novata. El salón era pequeño, abarrotado de pupitres viejos, y estaba desocupado; la calma que había allí contrastaba notablemente con el bullicio en el pasillo. Me senté y al instante llegó otra chica, me dijo que venía de Cali y, por lo poco que pudimos conversar, me di cuenta que tenía la misma información que yo, es decir, no sabía prácticamente nada de lo que se esperaría de nosotros. Inmediatamente entró Carlos Eduardo Vasco a decirnos que en un minuto vendría nuestro coordinador a explicarnos las tareas; salió y al minuto siguiente entró por la puerta Gabriel García Márquez, premio Nóbel de Literatura, y mi héroe absoluto desde que tenía uso de razón. Entró mirando hacia abajo, con la mirada fija en una bandeja enorme que ocupaba sus manos y toda su atención.
Mi compañera y yo estábamos atónitas, no sabíamos si creer lo que estaba pasando y no podíamos dejar de ver al Nobel, algo encartado, intentando servir arepas y tintos mientras decía: “espero que les gusten porque yo no puedo dejar de comerlas cada vez que vuelvo”. Junto a él venía una mujer mayor que nosotras, el maestro explicó que se trataba de la socióloga Judith Nieto, que venía de Medellín y que se encargaría de orientar nuestro trabajo, ya que él vivía en México y sólo vendría a Colombia unas cuantas veces durante el proceso de elaboración del informe. Descubrí que nuestro Gabo, de repente, se había convertido en “el maestro”, una figura de autoridad que inspiraba un respeto y admiración infinitas, a pesar de que él mismo estaba haciendo todo lo posible porque lo sintiéramos cercano y cotidiano. Nos habló de su papel en la Misión y de la investigación en la que íbamos a apoyarlo. Nos explicó que debíamos reunir información para sustentar la escritura de un ensayo sobre la educación artística en Colombia y que, además, le había sido encomendado un texto literario, a manera de proclama de la Misión. Nos dijo que dejáramos esa cara de asombro y de susto, que él no quería alarmarnos ni incomodarnos de ninguna manera, pero que por su situación de figura pública habían decidido mantener en absoluto secreto quiénes conformarían su equipo, que en este caso sólo estaría integrado por nosotras tres, que esa era la razón de nuestra tardía vinculación al proyecto y que, por eso, no nos habían explicado mayor cosa sobre el trabajo que nos esperaba y sobre quién se encontraba detrás de nuestro proceso de selección.
Me dí vuelta y ví que había un montón de gente sonriente asomada a la puerta detrás del padre Vasco; y que él mismo sonreía con la misma picardía de quien acaba de revelar una buena sorpresa a alguien que se estima mucho. Todos, menos nosotras, sabían lo que nos esperaba desde el mismo instante en que pisamos el edificio. Todos se habían mirado con cara de complicidad disimulada mientras nos condujeron al salón, y todos habían disfrutado enormemente con la escena macondiana de las arepas. El profesor Carlos Eduardo Vasco pidió orden y silencio, y desapareció después de cerrar la puerta. La calma volvió al pequeño salón, el maestro nos dijo que si nosotras estábamos asustadas, él lo estaba mil veces más y que era completamente consciente de su lugar como escritor en una misión de científicos. Que él no podía hacer otra cosa diferente a la que sabía hacer: escribir, y que como no era científico sino narrador de historias, iba a echar mano de toda su experiencia de investigador periodístico para estructurar y redactar la reflexión que se le había encomendado; para algo debía servirle haber aprendido el mejor oficio del mundo. Nos contó que su problema más inmediato era lidiar con los requerimientos y ritmos administrativos, pues al tratarse de un proyecto del gobierno, debía someterse a una dinámica completamente ajena a su rutina creativa. “Nos piden enviar la hoja de vida, y mientras los demás mandan sendos cartapacios en los que se anuncian títulos de pregrado, posgrado, experiencia investigativa, docente y listado de publicaciones indexadas; a mi solo se me ocurre remitir una hoja en la que se anuncia escuetamente el único oficio que he conocido y ejercido en toda mi vida: escritor y contador de historias”, nos dijo con tono afable y de complicidad.
En un momento se quedó mirándonos, y luego de una pausa preguntó: “¿Cuál de ustedes dos es la chelista?”, yo respondí con una sonrisa sonrojada y, como si alguien hubiera descubierto mi secreto, levanté un dedo tímidamente. “Todos los días me levanto muy temprano a escribir, incluso lo hago en pijama, antes de arreglarme; y todos los días escucho a Bach mientras escribo. Escucho las Suites de Bach para violonchelo solo, ¿Usted las toca?”. Le conté que sí, que había estudiado la primera Suite, pues hace parte del repertorio básico y obligatorio que se exige en el conservatorio a todos los estudiantes de violonchelo. El maestro habló largo rato sobre Bach y el sonido del chelo, y de cómo a veces pensaba que el ondear rítmico de esa música ejercía un extraño encantamiento en él; y que probablemente ese embrujo había sido transferido a sus relatos a través de ciertas palabras que iban apareciendo y encadenándose entre sí, conformando un conjuro indestructible alrededor del texto.
Me pidió que le hablara en detalle de cómo había aprendido a tocar el chelo, y de por qué no había considerado dedicarme a ese oficio de manera profesional. Entendí que me habían seleccionado teniendo en cuenta mi propia experiencia de educación artística y tuvieron sentido, entonces, las preguntas del padre Vasco el día en que lo conocí. Explicó que nuestra tarea sería ayudar a concertar y coordinar entrevistas con una selección de artistas y maestros; además deberíamos apoyar la aplicación de unos instrumentos de recolección y sistematización de información, y estar atentas a cualquier requerimiento de apoyo que nos hicieran. Luego conversó con mi compañera, ella venía de Cali y también era estudiante de una disciplina de las ciencias sociales; infortunadamente nunca la volví a ver y no recuerdo su nombre, pues hoy sería toda una experiencia compartir con ella estos recuerdos.
El maestro, mi admirado Gabo, habló un largo rato, y sus palabras quedarían grabadas en mí para el resto de la vida. Algunas ocupan hoy el lugar de los anecdotarios, ese al que acudo para hacer más divertidas las charlas con mis amigos y mis hijas; otras se incrustaron allá en el fondo, como parte de mi manera de ser y estar en el mundo. Habló bastante de la importancia de la memoria y nos dijo entusiasmado que había empezado a escribir su biografía. Nos habló de su pasión por los archivos históricos y nos dijo que creía que allí estaban las claves de todas las historias por contar y por imaginar de este país, aún desconocido para la gran mayoría de los colombianos. Salí de allí casi levitando, y aunque ya había notado que seguía sin entender bien cuál era mi tarea más inmediata, ya no estaba preocupada. Al llegar al parqueadero oí que alguien me llamaba desde la ventanilla de un carro con vidrios polarizados, me pareció raro, pues por esos días las ventanas oscuras estaban prohibidas. Era otra vez el maestro, asomado por la ventana preguntó con picardía: “¿hacia dónde va la chelista?”; yo volví a sonrojarme y dije: “aquí cerquita a la casa de mis papás, por la Av 68”, “justo vamos por allá, venga con nosotros”.
Subí al puesto de atrás, donde estaba el maestro y me presentó a su conductor; habían crecido juntos en Aracataca y se había convertido en su fiel escudero y compañero de aventuras. Me pidió unos minutos para llamar a su esposa, abrió un pequeño compartimento que separaba los asientos de adelante y sacó la bocina de un teléfono que hoy recuerdo como gigante. “Lo malo de mi situación aquí es que siempre tengo que estar avisando dónde y con quién voy”, dijo aludiendo tácitamente al momento difícil que se vivía en el país. Volvimos a hablar del violonchelo y además me preguntó por la bicicleta, cosa que me asombró porque ese detalle no estaba registrado en la hoja de vida. Aproveché para preguntarle si él consideraba que había algún inconveniente en que llegara en mi bicicleta a visitar a los entrevistados, pues no sabía si había alguna implicación en el manejo de la imagen o del protocolo, al representarlo a él en la Misión. “Usted puede desplazarse como quiera, y si alguien pone algún inconveniente por su bicicleta me avisa. Considere que tiene “licencia poética”, me dijo sonriente, y eso tampoco se me olvidó nunca.
Cuando bajé del carro solo pensaba en cómo iba a contar esta historia a mi familia sin que pensaran que era alguna fantasía, producto de la imaginación. Abrí eufórica la puerta y entré al apartamento donde se encontraban mis padres y mi hermano menor y, para mi desconcierto, nadie se interesó mucho en mi llegada; y antes de que lograra decir nada, me hicieron señas y me pidieron silencio. Estaban todos en la habitación principal mirando atónitos las noticias en la tele. Pablo Escobar estaba muerto, la policía había logrado acorralarlo en el tejado de una casa y había sido “dado de baja” en la operación. Todos miraban en silencio al televisor y estaban pasmados.
Con la muerte de Escobar terminaba uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Colombia y de la humanidad. Su nefasto paso por la vida había dejado cientos de muertos, miles de víctimas y una herida irreparable en el tejido social colombiano. Comunidades enteras habían sido arrasadas por las mafias, y el narcotráfico se había asentado en el imaginario de muchas personas como una cultura, una manera de estar y de entender el mundo basada en la intimidación y en el ejercicio abusivo del poder sobre los demás. Pablo Escobar había muerto, pero para nadie era claro si se trataba de una buena noticia, o no. Pensé inevitablemente en la escena que había presenciado unos cuántos meses atrás cuando había explotado la bomba en el centro comercial donde me encontraba, en el sufrimiento de aquellos rostros desfigurados por el dolor, en la nube de polvo y confusión, y en la desesperanza que rondaba entre las ruinas de una nación destrozada, literalmente. Cuánta sangre derramada, cuánta vida desperdiciada, cuánta inteligencia desaprovechada en el vano empeño de acumular poder para unos cuantos por encima de muchos otros. Pablo Escobar había muerto y a nosotros nos invadía una fría sensación de zozobra e incertidumbre. Apenas recuperamos el aliento conté a mi familia lo que había vivido al lado del Nobel de Literatura unas horas atrás y, en medio del asombro, e intentando aún procesar toda la información, mi padre solo atinó a decir: “puro realismo mágico”.
Como si se tratara de un náufrago que inesperadamente encuentra la última tabla del barco recién hundido, me aferré irrenunciablemente a la idea de hacer parte de la tripulación de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo; y todo lo que ese empeño representaba: la razón, el acceso democrático al conocimiento, la posibilidad de transformar las vidas de comunidades enteras, el reconocimiento de un país diverso y complejo, y la oportunidad de una vida mejor para todos. Era un resquicio de esperanza hacia el futuro, en medio de un presente oscuro y tenebroso. Pasado el primer impacto, mi trabajo en la Misión arrancó y me sumergí de lleno en mis tareas: llamaba por teléfono, sacaba fotocopias, coordinaba citas, llevaba papeles, visitaba a uno que otro maestro y rendía uno que otro informe a Carlos Eduardo Vasco. En medio de la actividad rutinaria y operativa, era emocionante explicar que llamaba por encargo de Gabriel García Márquez y que hacíamos parte de la Misión de Sabios. Así hablé por teléfono con los grandes artistas de este país, y desde la bocina, pude intuir cada una de sus personalidades y maneras de ser. También llamé a muchos maestros desconocidos para mi, y después de conversar con muchos de ellos, pude imaginar fácilmente que este país debía estar lleno de héroes anónimos que estaban transformando millones de vidas, en cada vereda y en cada pueblo de este territorio inimaginado por muchos. Cada vez que hablaba con uno de esos maestros colgaba el teléfono y pensaba asombrada que entonces si era cierto, que aquella revolución pacífica y democrática si podía ser posible y que este país debía estar lleno de historias de futuro que tendríamos que aprender a escuchar y a reconocer en medio de la confusión y el barullo que forma la violencia.
No podía ni imaginar en ese momento que los veinte años siguientes estaría junto a Jeanine El'Gazi, mi jefe, colega y compañera; recorriendo los rincones más escondidos, acompañando a las comunidades más diversas a contar historias, a reconocer el valor de los empeños colectivos y a aferrarse a la educación y a la cultura como si se tratara de la única oportunidad sobre la tierra para esta generación. Si a nombre de Gabo, conocí y supe de la existencia de grandes maestros, artistas y gestores culturales; recorriendo las selvas, los llanos y las montañas colombianas descubrí la sabiduría infinita de quienes llevan décadas enteras resistiendo a la barbarie y a la estupidez de la violencia. Aprendí a reconocer en actos cotidianos y aparentemente insignificantes la reivindicación de la vida como valor supremo; entendí que existen comunidades en Colombia en donde cantar, bailar, reír y leer, es transgredir el miedo impuesto por las mafias y los grupos armados ilegales. En el año de 1994 no podía ni imaginar, mientras reunía información, sacaba fotocopias y coordinaba citas por teléfono, que yo misma incorporaría los principios rectores de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, para el resto de mi vida; y a través de ellos, ayudaría a transformar la vida de muchos otros.
Vi unas cuantas veces más al maestro, en encuentros más cortos y de rutina; y aún así siempre fue emocionante escucharlo. Hablaba con mucho entusiasmo de sus proyectos, de la escuela de cine en San Antonio de los Baños, Cuba; de la serie de televisión que estaba orientando y de sus propias memorias, que escribía en ese momento con el mismo afán de quien ha sido retado por el tiempo y el destino. Nos contó de su rutina para escribir, nos dijo que era como ejercitarse físicamente; que lo primero que hacía en la mañana, muy temprano, era levantarse a terminar una frase que había dejado iniciada desde el día anterior. Que había desarrollado un método para despertar la continua curiosidad del lector haciéndolo prisionero de un encanto conjurado a punta de palabras. Que nunca terminaba un renglón, ni una página con punto final, pues hacía todo para que las oraciones terminaran a mitad de la línea, o en la página siguiente; así, quién leía debía verse en la necesidad de pasar la hoja para descubrir cómo terminaba la frase. Nos habló de la importancia del ritmo en sus escritos y volvió a hablar de Bach y de las suites para violonchelo solo que lo acompañaban siempre en el ejercicio de narrar. Recuerdo haberme preguntado si algún día alguien lograría escuchar, detrás de las palabras de Gabo, ese canto ronco, lleno de aire y de melancolía; y pensé que lograrlo sería igual que haber descifrado los pergaminos del mismo Melquiades en Macondo.
En uno de esos encuentros le pedí un mensaje para mi hermano menor, quien cursaba el primer semestre de la carrera de Literatura en la Universidad Javeriana. Él tomó un papel cualquiera de la mesa y escribió: “Alfredo: estudia la literatura, pero luego haz lo contrario de lo que te enseñen”, y lo firmó. Hoy, 25 años después, mi hermano tiene exhibida la nota en un marco de vidrio que reposa en la pared de su oficina como profesor del Departamento de Lenguas y Culturas del Mundo, en la Universidad Estatal de Minnesota, en Mankato. Me cuenta que cada día aparece alguien preguntando por el objeto y muchos quieren tomarse una foto con el cuadro para dejar testimonio público de la magia que lo habita. Al terminar mi trabajo coordinando las entrevistas del maestro, se me solicitó apoyar a una de las investigadoras del equipo del Doctor Rodolfo Llinás, así que pasé el resto de los días reuniendo información sobre los principales hitos de la historia de la humanidad en sus inicios, como insumo para un prototipo de videojuego que estaban diseñando bajo la dirección del genial neurofisiólogo.
Los resultados de la Misión se presentaron al país el 21 de Julio de 1994, en la Casa de Nariño, el Palacio Presidencial, en una ceremonia conducida por el Presidente César Gaviria, el Doctor Rodolfo Llinás y el Maestro Gabriel García Márquez. Yo estaba emocionada, era increíble sentirme parte de la historia y estaba convencida del privilegio que suponía haber estado cerca al maestro, a los otros 10 Comisionados y a sus investigadores. De alguna manera sabía que mi vida no sería igual después de esa experiencia. Una vez presentado el informe, todos los que habíamos participado de una u otra forma en la Misión, quedamos invadidos por esa sensación de vacío que aparece cuando se termina un larga e intensa travesía. Luego nos visitó la nostalgia y, poco a poco, la decepción al ver que empezaron a pasar lo meses y los años, y las recomendaciones de este equipo inmenso de investigadores y expertos de todas las disciplinas del conocimiento, no habían sido escuchadas ni adoptadas como política de Estado. Años después entendería que muchas veces no es necesario llegar a puerto para considerar exitoso el viaje, a veces, el solo hecho de navegar es ya una ganancia y un aprendizaje inmenso. Con la Misión, en su momento, aprendimos todos, pero sobre todo, por unos meses, y a pesar del estruendo y la turbulencia desatados por los atentados terroristas, el país entero pensó, habló, y discutió sobre la posibilidad y la oportunidad de un mejor país para todos, incluyente y democrático; impulsado por la ciencia, la educación y el empeño de millones de personas y comunidades que aún se resisten a la ignorancia, la violencia y el poder mal utilizado.
Al final de la aventura no me quedé con fotos, pues no eran tan comunes como hoy en día, ni con libros firmados, ni con mensajes, ni con autógrafos de Gabo; pero la Misión expidió un documento en el que certificaba mi participación como investigadora de los comisionados Gabriel García Márquez y Rodolfo Llinás y, estoy segura, este papel que guardo como mi tesoro más preciado, fue el responsable de abrir todas las puertas de mi incipiente carrera profesional, hace más de 20 años. Mis últimos semestres de carrera fueron completamente exitosos, me gradué, fui contratada por el Instituto Colombiano de Cultura - Colcultura, y acompañé a esta institución a convertirse en el Ministerio de Cultura, gané el Premio Nacional Otto de Greiff a mejores trabajos de grado, fuí nombrada Jóven Investigadora por Colciencias, y a los pocos meses iba becada, rumbo a Granada, en España a estudiar el doctorado. Mejor no pudo ser, y no me alcanza la vida para agradecer aún tanta fortuna. Cada vez que gané un premio o una beca, cada vez que fui a una entrevista para aplicar a un trabajo, durante esos primeros años de vida profesional, alguién me preguntó sobre cómo había sido esta experiencia y, en todos los casos, yo solo pude sonreír sonrojada recordando cómo había sido, y simplemente dije: genial.
Durante los 3 últimos años una imagen bellísima de Gabo, captada por Carlos Duque, me acompañó en mi labor de salvaguardar el archivo histórico de la radio y la TV pública colombiana. Estaba allí como parte de un homenaje que RTVC, el Sistema de Medios Públicos de Colombia le había rendido a Gabo aún en vida. Hoy la imagen afable y sonriente del maestro custodia el laboratorio de digitalización de Señal Memoria y su presencia alerta sobre la importancia crucial de la memoria en un país que busca reinventarse, y que nunca más puede volver a ceder a la tentación de la soledad y del olvido.
Foto: Paula Arenas |
Foto: Extracto de la nota: Especiales Caracol publicada el 25 de Febrero de 2018 |
Yo, por mi parte, paso los días en una de las bibliotecas más bellas del mundo, gerenciando la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá. Se trata de una red inmensa que vincula instituciones, trabajadores y usuarios, en torno al propósito compartido de brindar acceso a la educación y la cultura a 8 millones de habitantes en Bogotá. En los parques, en las montañas, en los centros comerciales, en los barrios, en las estaciones del sistema de transporte; no hay una sola zona que no se encuentre bajo el influjo de la magia arrolladora que desprende el equipo apasionado de BibloRed.
Foto: Tatiana Duplat. Biblioteca Virgilio Barco. |
Después de recorrer el país hasta el último de los rincones, hoy me sorprendo cada día con mi ciudad. Descubro con asombro las calles de mi barrio mientras pedaleo en mi bicicleta de la casa hasta el trabajo. Veo a lo lejos la pequeña Biblioteca que atiende en el parque de mi vecindario y no puedo dejar de sentirme orgullosa de hacer parte de este programa que, desde la Alcaldía de Bogotá, garantiza derechos a la educación y la cultura a millones de personas. No puedo dejar de pensar que en realidad sí fue cierto, que aquella revolución pacífica y democrática impulsada por los mismos principios que motivaron nuestra Misión hace 25 años, sí pudo ser posible; que valió la pena aferrarse de esta manera a mi propia y obstinada convicción, que el futuro sí es posible, que la travesía continúa y que son muchas las historias por conocer, por reconocer y por contar en alta mar.
Genial, simplemente una experiencia maravillosa, eres muy afortunada y agradezco por contar y compartir un gran capítulo en tu historia de vida. Envidiable.
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